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Disney: El progresismo de escaparate y la hipocresía en el clóset
Disney es un titán del entretenimiento nos guste o no. Siempre ha sabido jugar sus cartas con astucia y además, de donde “tomar prestado” contenido. De cara al mundo, desde hace unos 10 años despliega banderas de inclusión y diversidad como si fueran trofeos ganados en una batalla cultural. Pero al observar más de cerca, la imagen comienza a fracturarse. Lo que se presenta como un compromiso con el cambio social resulta ser, en esencia, una estrategia de mercado: el progreso no como un ideal, sino como un producto. Si Disney fuera realmente progresista, Mickey Mouse tendría un novio desde hace años, o Minnie Mouse una esposa. Pero no, los personajes fundacionales son intocables, templos a los que la diversidad nunca llega. Y que al final, son los que les dan de comer ante sus fracasos actuales.
Es aquí donde el "multiverso" podría haber sido una solución brillante, irónica incluso, para justificar cualquier cosa; DC comic lo hace desde los 50’, aunque es un recurso del que se habla desde el siglo XVII. Pues este concepto, que permite múltiples versiones de los mismos personajes, ha sido utilizado en otras franquicias, incluso dentro de Disney, para incorporar discursos actuales. Sin embargo, cuando se trata de sus íconos clásicos, el multiverso desaparece, como si fuera demasiado arriesgado para aplicarlo a figuras que son vistas como símbolos inmortales de su marca. ¿Por qué? Porque es más rentable mantener a Mickey y Donald atrapados en un molde seguro que explotar su potencial para representar un mundo más diverso. Lo progresista se queda en los márgenes, reservado para las nuevas historias, mientras los clásicos se blindan contra cualquier tipo de transformación. Doble moral se llama.
La ironía es brutal: Disney adopta discursos inclusivos en nuevos contenidos, mientras sus pilares fundacionales permanecen congelados en una época pasada. Bugs Bunny podía besar hombres en los años cuarenta, y nadie lo vio como una amenaza. Mazinger Z presentó a Barón Ashura como un personaje que rompía normas de género sin que nadie lo cuestionara demasiado, y sin que “nos pudiera el cerebro” entonces era cosa del diablo, y ahí terminaba la cosa. Pero Disney, en pleno siglo XXI, no se atreve a tocar sus vacas sagradas. En lugar de evolucionar con honestidad, convierte la diversidad en una moneda de cambio, en un espectáculo de marketing que solo busca impresionar a ciertos nichos.
Los fracasos recientes confirman esta desconexión. The Acolyte, un intento de sumarse a la ola inclusiva dentro del universo de Star Wars, no logró conectar ni con la audiencia general ni con la supuesta nueva generación de consumidores. Cancelada antes de siquiera despegar, la narrativa oficial culpó al "fan tóxico", ganó el lado oscuro de la fuerza. Así, Disney elude su propia responsabilidad, como un adolescente incapaz de admitir errores. Si sus productos no funcionan, la culpa no es del creador, sino del espectador que “no entendió” la propuesta. Es un patrón recurrente: imponer narrativas, ignorar las respuestas del público y luego culparlo cuando las cosas no van bien.
El problema no es la inclusión. Eso ha estado presente en la cultura pop desde siempre. El problema es cómo Disney convierte el discurso en mercancía, en lugar de permitir que las historias fluyan de manera natural. Al final, lo que queda es una sensación de vacío, de desconexión. Nadie quiere consumir algo que siente falso, construido únicamente para provocar conversaciones en redes sociales. Y eso se traduce en números: en mayo de 2023, las acciones de Disney cayeron un 8.7%, reflejando la pérdida de suscriptores en Disney+ (Las acciones de Disney caen 8.7% por la pérdida de suscriptores de streaming ). La audiencia no es tonta; distingue entre lo genuino y lo artificial.
Si Disney realmente quisiera ser progresista, el primer paso sería dejar de temerle a sus propios personajes clásicos. Que Mickey tenga un novio, que Minnie sea una mujer enamorada de otra mujer, que el Pato Donald camine de la mano de otro pato. Pero no lo hacen porque eso significaría enfrentar las críticas de sus fanáticos tradicionales. Sería también una prueba de fuego para su discurso, algo que va más allá de las palabras bonitas y los gestos superficiales. Y eso, parece, es demasiado pedir.
La hipocresía tiene un costo, y Disney está empezando a pagarlo. Con cada decisión errática, con cada fracaso en taquilla, la empresa erosiona su propio legado. No se trata de adoctrinar ni de imponer ideas. Se trata de contar historias auténticas, de respetar a las audiencias y de permitir que el arte, en todas sus formas, sea un reflejo honesto de la sociedad. Pero mientras Disney siga utilizando la inclusión como una etiqueta de marketing, no como un compromiso real, su discurso seguirá siendo una burbuja: inflada, brillante y vacía por dentro.
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