Adolescencia retrata el infierno hormonal de esa edad

Stephen Graham, a quien recordaré siempre como Tommy en Snatch (2000), esta vez deja el traje de gánster para convertirse en un padre que enfrenta el desastre existencial más temido por cualquier adulto: descubrir que su hijo adolescente ha destruido dos familias de un solo golpe. Adolescencia, miniserie británica de Philip Barantini y Jack Thorne, se presenta sin grandes innovaciones técnicas, aunque el plano secuencia continuo que usa para contar la historia sorprende inicialmente al espectador casual. Pero no es la técnica, sino el fondo, lo que hace que la serie golpee con tanta fuerza.

La premisa básica no rompe paradigmas: un chico de clase media, en una escuela pública británica, no controla su ira frente al acoso escolar y reacciona con violencia extrema. La tragedia resulta familiar, pero aquí el logro es mostrar cómo la vida nunca ofrece pausas. No hay cortes ni ediciones en el dolor real, y tampoco las hay en la vida de los protagonistas y la incertidumbre que los acoge. Aunque inicialmente el recurso pueda parecer una simple maniobra estilística, pronto se revela como una representación inquietante de lo cotidiano: aburrido, opresivo y cruel.

El guion, lejos de explotar la violencia adolescente como simple morbo, ofrece una reflexión contundente sobre las fallas educativas y la desconexión generacional. Los padres, consumidos por jornadas laborales interminables, no pueden entender plenamente a sus hijos, y los adolescentes se refugian en códigos de comunicación que escapan por completo al control adulto. Si antes fueron las drogas o la pornografía en VHS (y años anteriores en revistas), ahora son las redes sociales las que potencian la violencia y la humillación relacionadas al tema. El punto es claro: nunca se ha sabido realmente cómo educar a las nuevas generaciones.

La serie evita simplificar el problema al culpar exclusivamente a las redes sociales. Más bien, ofrece un espejo incómodo que recuerda que la violencia adolescente es inherente a la condición humana, independientemente del nivel socioeconómico o cultural. La clase media se convierte aquí en la caja de resonancia perfecta, revela que incluso familias aparentemente funcionales, integradas y completas pueden incubar tragedias. Graham encarna este dilema con maestría absoluta. Su personaje rompe el corazón con cada escena, se preguntará eternamente qué hizo mal, se culpará en silencio por no haber detectado las señales a tiempo. Y el temor de mi generación: “no agredí ni golpeé a mi hijo como mi padre lo hizo conmigo, rompí el círculo… aún así me fue mal”.

A su lado, Owen Cooper brinda una actuación convincente como Jamie Miller, el joven protagonista cuya furia destruye su vida y la de quienes lo rodean. La relación padre-hijo es creíble en cada palabra no dicha, en cada mirada que expresa culpa, confusión y angustia. La química entre Graham y Cooper transforma la tragedia en una experiencia visceral, casi física, para el espectador.

Quizás la mayor virtud de Adolescencia sea recordarle al público adulto lo vulnerables que todos somos frente al impulso. La ira adolescente no es exclusiva de jóvenes marginados o familias disfuncionales. Es cotidiana, brutalmente cercana, latente en cada persona. La serie señala algo perturbador pero real: todos, en algún momento, hemos imaginado reacciones extremas frente al abuso o la humillación. La diferencia entre pensarlo y hacerlo es aterradoramente frágil.

La escuela presentada en la serie es otro recordatorio amargo de lo despreciable que puede ser el entorno escolar: un lugar donde la humillación se transforma en deporte y la crueldad cotidiana se camufla como normalidad. La serie no excusa al agresor, ni hace apología de la violencia juvenil, pero señala que la sociedad tampoco ha aprendido a proteger a sus adolescentes de sus propias emociones destructivas.

En última instancia, Adolescencia no ofrece soluciones, sino preguntas incómodas. Su impacto radica precisamente en mostrar la realidad sin filtros ni concesiones. Volver a ver los pasillos escolares, 25 años después, genera temor real, como si las heridas viejas aún estuvieran frescas -claro no faltará quien diga que ama el colegio, que le encantaría regresar.. “bien por vos, broder”. Tal vez ese sea el secreto de su éxito: reflejar con crudeza que crecer siempre ha sido un infierno cotidiano, y que el mundo adulto nunca ha sabido muy bien cómo manejarlo porque está ocupado en atender sus propios demonios internos.

 

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