Los dientes del perro

Vender para vivir stars

Hace unos días visité junto Melani, mi novia, un restaurante que está dentro de un centro comercial. Cuando nos acercamos al mostrador, notamos que el cajero observaba con cierto malestar a las mesas de su derecha. Volteamos y observamos a un adolescente, de unos 14 o 15 años, ofreciendo barras de chocolate a los comensales.

El chico se movía nervioso entre las mesas y ofrecía su producto a los clientes, pero nadie mostraba el más mínimo interés. Dos guardias de seguridad se acercaron al área. Al notar su presencia, el joven caminó con más rapidez y entró a otro restaurante.

Los guardias lo siguieron mientras un tercero hablaba por radio. Aunque habló en clave, entendí que pedía apoyo a sus compañeros. Recorrimos el lugar con la vista y presentimos que aquello no terminaría bien si el equipo de seguridad lo sacaba. Todos comían, algunos volteaban por un momento, pero seguían con su conversación. El chico era invisible.

Debo decir que este tipo de situaciones me paraliza. Me resulta muy complejo reaccionar e intervenir. Usualmente es tanta la incomodidad que experimento que opto por apartarme. Lo reconozco con vergüenza, pero muchas veces he preferido voltear y seguir mi camino.

El joven esquivó a los guardias varias veces. Los tipos trataban de tomarlo del brazo, se miraban entre ellos y lo seguían, intentando no molestar a los clientes. Los movimientos se hacían más bruscos. La gente comenzaba a voltear y murmurar. La tensión ahora sí era evidente.

Preocupados, por lo que podía pasar, decidimos intervenir. Me acerqué a uno de los guardias y le pedí que me dejara hablar con el joven. El hombre asintió e hizo un ademán para darme paso. Me paré delante del muchacho y le dije:

-No quiero que te saquen a la fuerza, déja que te acompañe un momento, no quiero que te golpeen o que alguien te trate mal-.
No logré decir más. Estaba muy abrumado.

Asustado me respondió:

-tengo que juntar ciento cincuenta quetzales y no tengo mucho tiempo-.

Ninguna palabra iba a detenerlo. Así que nos quedamos cerca y caminamos con él entre la gente. Los guardias se reunieron al fondo, afortunadamente habían dado un paso atrás.

No sabíamos qué era lo que debíamos hacer exactamente. Intuimos que si nos separabamos del muchacho, iban a sacarlo con violencia del centro comercial.

-Aquí me dejan vender. Es lo último que me queda. Lo vendo y de una vez salgo por la puerta de allá, que da a la calle-, dijo y entró al tercer restaurante.

Nos quedamos frente a la puerta y comenzamos a analizar la situación. Teníamos que hacer algo más. La encargada de ubicar a los clientes me miró y me preguntó si lo estábamos acompañando. Le dije que sí, porque no queríamos que le hicieran nada. Los guardias están siguiendo instrucciones, eso lo entiendo. Pero no vamos a dejar que lo toquen, le dijimos. Melani agregó con mucha certeza: -es menor de edad, no lo pueden tocar.-

La mujer nos miró y dijo:

-ellos no van a entrar porque ustedes están con él. Por favor, síganlo hasta la salida, para que no le hagan nada. Por favor, pasen-.

Adentro nos reencontramos con el joven. Con dificultad nos dijo, que nadie quería comprarle los chocolates. Así que para calmarlo le entregamos el efectivo que teníamos a mano.

Finalmente, Melani salió a la calle con él. Allí con más tranquilidad le preguntó su nombre y si usualmente se mantenía por esa zona. El chico le respondió cómo se llamaba y enumeró los lugares en los que suele vender dulces. Cuando concluyó la vio fijamente a los ojos por un instante, se volteó y se alejó.

Mientras eso pasaba, el encargado del restaurante se acercó y aproveché para agradecerle. Me dijo que a él no le molestaba la presencia del muchacho.

-Pero estoy atado de manos, por los guardias y porque los clientes muchas veces reacciona mal o se molestan cuando se acercan a ofrecerles algo. Sé que si vienen a vender dulces es porque tienen necesidad. Quizá hasta tengan que llegar a una cuota antes de que termine el día. Pero nosotros también tenemos que cuidar nuestro trabajo. También tenemos necesidad-, concluyó.

Escribo esta historia a unos días de la publicación del reportaje que realizó el medio británico Channel 4 Dispatches (Dispatches Starbucks and Nespresso the truth about your coffee) en el que se expone la realidad de los niños que cortan café en nuestro país.

Escribo y no puedo evitar pensar en la resolución que emitió la Corte de Constitucionalidad sobre el porcentaje que debe recibir, por mandato constitucional, la Universidad de San Carlos. Una decisión que el Cacif no dudó en criticar, con evidente escozor.

El problema es grave porque el reportaje es motivo de vergüenza para las autoridades de este país, por el daño que sufrirá la imagen de postal que quieren vender de Guatemala al mundo. La niñez no importa. Lo que vale es vender, atraer turistas, y claro, salvaguardar los intereses de las empresas de café.

Por ello, es mejor que el presupuesto de la única universidad pública núnca esté completo y que la calidad del sistema educativo nacional esté por los suelos. Porque en esta finca que se llama Guatemala, la educación es sinónimo de revolución y comunismo. Eso no conviene, es cosa del demonio y por si eso fuera poco, altera el orden social establecido.

Luis Pedro Paz
@luispedro_paz

 

Micrófonos abiertos stars

En Sónica, en resumidas cuentas, se habla de Derechos Humanos, educación sexual, memoria histórica, de los problemas que enfrentan la juventud.

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