retratos mal hablados
IA+ Bryce Echenique

retratos mal hablados

cii

-2009-

vuelvo sobre algunos recuerdos fragmentados. aquella mañana me levanté con cierto ánimo. me encontraba en el caribe: tropical-ardiente, de esa cuenta todo es posible. así que decidí, por hambre, bajar a desayunar —muy temprano— al restaurante elegante del hotel. allí, refugiado a las siete am, se encontraba un caballero. solo. mustio, en medio de todas las mesas del amplio salón con inmensos ventanales que decoraban un jardín con flores, un pasto cortado al estilo campo de golf. el aroma del mar se incrustaba en el ambiente. después de unos segundos lo reconocí. era, pues, nada más y nada menos que el flamante escritor alfredo bryce echenique, quien ese año había sido invitado a la feria del libro de santo domingo. por lo que, dispuse una acción temeraria frente a uno de los íconos vivos del boon latinoamericano. yo imberbe joven escritor, también asistente a la feria y con los mismos honores de un hotel cinco estrellas, azafate en mano, con café incluido, huevos y tocino, solicito y presto le requerí a la notable figura acompañarlo en su mesa. acción que el gentil caballero respondió con un leve gesto de cabeza. así que una vez instalada mi bandeja, además formalmente sentado ante la egregia figura, un pesado silencio devino. tengo por principio la sencillez. es decir no me es grato el elogio como forma de comunicación. no me agrada que persona alguna a favor mío use la lisonja como acción del diálogo. tampoco la utilizo para iniciar formalmente conversación. entonces, en ese momento, un mutismo casi pétreo se interpuso con el connotado escritor, quien tampoco tenía nada que preguntar o discernir con mi persona. yo no le podía decir, “oh caro maestro. su obra, “la amigdalitis de tarzán” me parece un elogio a la grandeza humana” o peor, aún, “el huerto de la amada” es una epifanía sobre los deseos.” sobre todo esta última obra me recordaba mi controversial adolescencia, cuando impelido por el deseo me involucré con una mujer, quien me doblaba la edad. yo con los modestos dieciséis años más temerario que reflexivo una tarde simple de sábado galanteé a sonia, prima de un amigo, quien tenía, pues, treinta y dos. para mi sorpresa, la sensual mujer sonrió coqueta ante mi templanza juvenil y algo poética. como en la novela de bryce, “el huerto de mi amada”, donde un personaje carlos con diecisiete años se involucra con natalia de treinta y tres años. en la obra —como en mi vida— comienza una tórrida pasión, donde ella me inicia por los vericuetos en el arte de amar, como al personaje de bryce. en ese sentido, la relación fue violentamente censurada por todos los flancos posibles, otra coincidencia con la novela. esos estigmas que impone el prurito social. el padre de sonia era un ministro de algo en el gobierno facho de turno. su madre una señora de sociedad, quien años atrás había participado en el concurso de belleza a nivel internacional, representando al país. por lo que las críticas devinieron en la inconsecuente como inmoral conducta de su hija. mi padre, no tuvo opinión, porque siempre estuvo ausente. mi madre destejió algunos calcetines para que yo encontrara la cordura que impone la norma. el primo de sonia, mi amigo, me quitó el habla. toda esa parte de mi pasado me recordaba la línea argumental del libro de echenique. tal vez, la pregunta que nunca me animé a lanzar, en ese momento, fue; «¿maestro usted encara al personaje carlitos alegre di lucca en el huerto de mi amada? » en fin, entre esa y otras cavilaciones me encontraba sentado frente al importante escritor. además, esas dos obras recién las había leído. pero no. el diálogo con palabras nunca se inició. bryce siguió en su ritual conspicuo del desayuno. continuó, con cierta armonía en los movimientos de sus manos, en la preparación de sus tostadas de pan sándwich con mermelada y mantequilla. obvio, sin inmutarse por mi presencia. así que con un poco de sagacidad, empecé a comer mis huevos revueltos con cátsup. como que un ritual de comidas se instaló entre nosotros como medio de comunicación. con sus anteojos redondos de alta graduación, el escritor siguió su faena. yo me entretuve con la mía. los minutos transcurrieron, con ese silencio tan denso, como el concreto de los cementerios, construimos eternidades entre bocado y bocado. después de deglutir el último trozo de pan, de sus sagrados alimentos, el maestro colocó con cierto decoro los cubiertos sobre el plato. tomó un último sorbo de café. me miró brevemente. se levantó. hizo otro leve gesto de cabeza en señal de cortesía. desapareció entre las mesas para siempre. yo me quedé cavilando sobre las variaciones climáticas en el caribe. mientras, intuyo, —no lo sé de cierto, diría jaime— que él se fue meditando sobre las conversaciones que se otorgan en silencio. tema para un posible cuento. o lo incómodo que puede resultar la fama que contiene ser una celebridad mientras se busca, precisamente, el silencio. de esa cuenta puedo afirmar para mis memorias —por aquello de la posteridad, sonrío a lo cheshire— que yo desayuné con alfredo bryce echenique y sostuvimos un intenso diálogo de silencios.

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