Niño de ojos vacíos


Ahora que lo pienso, creo que esta es la primera depresión real que vivo.

Es lunes de madrugada, aunque para mí aún es domingo. El televisor está a muy bajo volumen, en la calle no hay sonidos y la intermitencia de la caja boba es lo único que cambia en el cuarto. Es el vacío. No hay otra sensación. No hay queja, no hay esperanza, realmente es una sensación de reconocerse como un ser humano que se mueve por inercia. Así es y así ha sido. Supongo que eso es depresión. No encontrar motivación.

Creo que la televisión exagera cuando muestra casos en los que el deprimido se aferra a su cama, llora y lamenta no tener la vida que merece, o que las cosas no resultan como quiere. Quizá sí haya casos así, pero si lo que tengo es depresión esta es distinta.

No me hinco, no rasgo mis vestiduras ni grito al viento. Solo tomo el ordenador y empiezo a describir. Nada más. Hay un momento en el día, mas no todos los días sucede, y es ese instante de la ensoñación. Desde niño vivo la misma una y otra vez. Lo que cambia es el clima, y la iluminación, sin embargo siempre es la misma.

Tengo 10 años y camino solo por un vasto desierto. Un campo yermo interminable, una prisión sin muros. Aveces el sol enceguece, a veces es una espesa niebla, o una ventisca cuya nieve no me permite avanzar. Pero siempre estoy cómodo. Ante la desolación encuentro confort. Quizá ese sea mi palacio de cristal. Ese momento y lugar en el que nadie puede entrar.

Y siempre es igual, voy a mitad de camino, hasta que en medio de la luz, o de pronto en una tormenta de arena aparece el fósil de una bestia titánica. Un esqueleto colosal que ocupa el firmamento. A veces está recién muerto y la peste se siente a kilómetros de distancia y pese a ello, el único carroñero soy yo.

En otras ocasiones es una momia consumida por la abrasante temperatura desértica o bien, una estructura de diamante en medio de la nevada que uso de resguardo. Sin importar el clima, es un lugar satisfactorio. Cuando hay ventiscas el viento silba melodías desquiciantes pero que a su vez hipnotizan. Dan paz. Es la tranquilidad en medio del caos.

En estos despojos habría lugar para mucha gente, pero solo cabemos mi ego y yo. Habitamos la caja toráxica, o subo por sus vértebras hasta llegar al punto más alto y depositar ahí por horas y ver la duna en una noche perpetua sin estrellas. Es como un parque de diversiones de un niño mórbido. Uso los huesos de sus alas como resbaladillas por las cuales me deslizo durante minutos hasta regresar al suelo y enterrar el rostro en la arena. A veces la luz solar no deja de resplandecer. En otras ocasiones son meses sin luz. Pero siempre me las arreglo para entretenerme.

A la cabeza voy muy poco. Realmente es un área a la que a veces temo, siento que su profundidad me absorberá. La luz nocturna entra por esas decenas de cavidad que otrora eran los ojos, por las fosas nasales los huesos siempre silban, la decrepitud de los cuernos tiene varios orificios por donde también silba el sereno. Pero eso y la poca visibilidad no es lo que me atemoriza, es la puerta que hay bajo ella. Entre las arenas aparecen gradas que bajan a una caverna profunda. La primera vez que bajé fueron dos días. No quise seguir por cansancio y por la baja iluminación.

Ahora, aunque no siempre lo hago, me dedico a instalar antorchas que embadurno con la grasa del cadáver de la superficie. Pero es un proyecto al que no acudo demasiado. A veces me grima la piel sin motivo alguno, a veces escucho un suspiro, un respirar lento y pausado. A veces veo sombras moverse de más con el titileo de la antorcha. Es en esos momentos que detengo mi avance. Y comienzo mi lento retorno a superficie, apago las brasas una a una.

Recuerdo una vez, tres años después de mi último descenso, con toda la determinación que un niño puede tener, que me dispuse a no regresar hasta llegar al fondo. Aquí sigo, sin luz y sin poder salir.

 

Panamá, septiembre, 2010


Última modificación Martes, 14 Diciembre 2021 09:18
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