Anapaula Medina

Las niñas de Elmar

La casa se llama La Cuarenta Tres y no hay mucha explicación detrás de eso.

Necesitó un nombre cuando las cosas se volvieron simples, pero desde el principio estuvo implícito que ella era una parte viviente de mi familia, necesitada de identidad. Empezamos siendo ella y yo; teníamos con la casa una vida de novios independientes, nuestro propio piso, refrigerador pagado a cuotas mensuales, plantas colgando de su balcón como collares, que le regaba todos los martes, y la inevitable pelea que surgía siempre que dejaba el grifo abierto y se mojaban sus pisos de madera.

Cuando el mar inundó a la ciudad, el problema de los pisos empapados se había vuelto un chiste entre ambos, una ironía privada.

Durante el caos llegó mi hijo con su esposa y sus tres hijas. De eso ya hace mucho, cuando todavía pasaba noches desvelado y esperando a que el agua subiera hasta La Cuarenta Tres y yo para finalmente tragarnos. No pensaba en nada más que morirme ahogado con el aire salado del mar. El mero sonido de la corriente arrastrándose y creciendo en la calle me hacía estirar el cuello hacia el techo mientras boqueaba como un pez, sintiendo a mi cuerpo tiritar por el frío de un agua que no terminaba de alcanzarme.

Escuché la voz de mi hijo fuera de la ventana días después que la policía comunicara que el agua ya no subiría.

La Cuarenta Tres hacía ruido con las cortinas cuando sucedía algo afuera y, habían pasado tantas cosas afuera (desde ballenas hasta cadáveres), que no noté que venían. Ver a mi hijo fue un genuino y doloroso retorno a la realidad de que había más gente en el mundo. Y mis nietas sonriéndome fue lo peor: no había pensado en ellas en tanto tiempo que detenerme a analizar mucho sus caras me avergonzaba, no me acordaba del orden de sus nombres.

Mi hijo había elegido el mejor momento del día para remar: el sol estaba en un punto tan encima del agua que esta crepitaba. Así, los animales no asomaban sus hocicos entrometidos sobre las balsas, como perros que se tratan de subir a la mesa para agarrar comida. Las bestias nadaban hasta el fondo, donde estaban la calle y las entradas de edificios, y se acurrucaban sobre los automóviles hasta que la superficie entibiara.

A la Cuarenta Tres la nombraron las niñas, después de que su madre las empezó a subir al balcón. Estaban tan emocionadas de estar nuevamente dentro de la casa que comenzaron a abrazar las paredes sonrosadas y a bailar con las faldas del mantel. Una de ellas dijo que volver a estar ahí era volver a lo normal, o alguna nostalgia parecida. Estuve tan ocupado ese primer día en acordarme qué nombre le pertenecía a qué cara que todo lo que me dijeron lo olvidé. Mas sí recuerdo cuando una se asomó a los barrotes del balcón, aferrándose a ellos como a los dedos de una mano, y se asombró en voz alta del agua que rozaba por debajo de sus pies. Preguntó qué piso era el de abajo, el último sumergido dentro del mar. Me paré junto a ella. Le dije que era el piso número 42 y, al ver en su cara que solo sabía contar hasta 10, le dije que el piso de abajo era donde vivían Cuatro y Dos. Supuse que decirle que abajo era donde vivían Valentín y Eliza y que los gritos que profirieron cuando los tiburones comenzaron a acorralarlos en su sala no me abandonarían nunca, no era pertinente. Entre La Cuarenta Tres y yo teníamos pesadillas para repartir.

Es alguna de mis nietas, inclinada sobre el balcón, la que dice:

-Ahora empiezan a migrar las sirenas.

Probablemente es la única oración dicha que puedo citar perfectamente, porque casi me orino.

La niña tenía una cortina de La Cuarenta Tres amarrada a la cintura, para que no se cayera al agua. Mientras más de puntitas se ponía, la tela se ceñía más.

La Cuarenta Tres las entendía perfectamente: sabía lo que significaban los golpecitos en sus ventanas o los apretones en sus barrotes. Pero lo de las sirenas no lo entendió nadie. Es cierto que habían sido días raros de una vida rara; a los apartamentos sobrevivientes nos había quedado claro que nuestro problema más grande no eran los tiburones que merodeaban contra nuestras paredes, sino los animales oscuros, afilados, que flotaban en la esquina de la calle porque no cabían en el callejón. Ya uno de esos se había tragado a un guardia que llegaba a dejar la comida al balcón. Nadie vio, pero la balsa partida en dos fue suficiente pista. ¡Pero las sirenas…! Pensé que las niñas decían esas cosas por la edad que tenían.

Eventualmente, el mar comenzó a apestar rancio. Las olas seguían azotando las paredes, pero cualquier cosa que hubiera vivido ahí se había hundido hasta lo profundo de la avenida. Las calles seguro estaban llenas de gigantes muertos y las criaturas que nos esperaban en las esquinas flotaban bocarriba por los vecindarios grandes.

Las bestias muertas no se tocaban, pero los peces duraron poco sobre la superficie porque la gente se los comía crudos. Nosotros nunca conseguimos uno.

Las casas vecinas perdieron a sus gentes y La Cuarenta Tres se veía obligada a mirarlas de frente, seguro preparándose para lo mismo.

A una de las niñas no se le quitó la necia ilusión de anunciar a las mujeres del agua. Sus hermanas le copiaban y luego se iban todas al balcón. Cada una se agarraba a la casa como a una abuela cariñosa que les trataba de seguir el juego, pero que estaba demasiado vieja para fingir ver lo que ellas miraban. Las niñas señalaban ansiosas las colas que creían ver sumergirse, gritándonos para que saliéramos. Elmar y su esposa habían dejado de contestar y yo, viejo, sabía que el agua era tan negra que las sirenas de mis nietas eran probablemente ellas mismas regresándose la mirada.

 

Última modificación Martes, 03 Agosto 2021 11:49
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