Eddy Roma

El lado inglés de Augusto Monterroso

A la memoria de Julio Calvo Drago

Mucho se habla de la influencia que los clásicos latinos, griegos y españoles ejercieron en la escritura y la actitud ante la vida de Augusto Monterroso. Poco se dice de cuánto le debe a los escritores y pensadores de las islas británicas nacidos entre los siglos xvii y xviii: los anglo-irlandeses Jonathan Swift y Laurence Sterne, los ingleses Samuel Pepys, lord Chesterfield, Henry Fielding, Samuel Johnson y Charles Lamb, el escocés Tobias Smollett.

Encontró que Sterne, Fielding y Smollet asimilaron los modos de narrar ideados por Miguel de Cervantes para contar la historia de Alfonso Quijano el Bueno; debe cierta mordacidad al Swift que escribió la «Modesta proposición para impedir que los niños de los irlandeses pobres sean una carga para sus progenitores o para su país», y las cartas de lord Chesterfield a su hijo Philip Stanhope le proveyeron de toda la instrucción literaria que compensó su abandono de la escuela a medio quinto primaria.

Lamb le demostró que el ensayo —escrito que suele confundirse con el análisis exhaustivo de un cuento, poema o novela—  puede dedicarse a «cualquier cosa: el oído para la música, los sonetos de sir Philip Sidney, la conducta de las personas casadas». Siendo más lector que escritor, admiró el trabajo que acometió el doctor Johnson para completar en ocho años, con la ayuda de seis asistentes, la primera versión del A Dictionary of the English Language. Su gusto por los diarios como género literario incluyó los apuntes tomados por Samuel Pepys de 1660 a 1669 en una taquigrafía «que fue descifrada 118 años después de la muerte de su autor, y es hoy el más famoso de la lengua inglesa». El humor monterroseano, me atrevo a suponer, debió refinarse con el antídoto que propuso contra la falsa solemnidad: «la excentricidad en todos sus grados, la excentricidad que suele ser solemne y sublime», la cual se prodiga desde los juegos de palabras ideados por Edward Lear hasta las escenas filmadas en casa por el profesor Robert Fripp, a sugerencia de su esposa Toyah Wilcox, para que no lo consumiera el encierro impuesto por la covid-19.

Monterroso nos entrega las pistas para dar con sus referentes; el azar nos facilita atraparlos en las librerías locales; la solvencia económica permite mandarlos a traer del extranjero; los cursos de idiomas dan la opción de confrontarlos en su lengua original.  Estas pistas se reparten entre los cuentos, ensayos, meditaciones, aforismos y fragmentos reunidos bajo el título de Movimiento perpetuo, puesto en circulación desde 1972 por la editorial mexicana Joaquín Mortiz. Es el más inglés de sus libros y el que más enseñanzas me deja.

El ensayo titulado «Cómo me deshice de quinientos libros» es mi guía moral. Primero me divierto con el afán de Monterroso por deshacerse de toda esa cantidad de títulos: 50 de política, 49 de sociología y economía, 37 estudios norteamericanos sobre literatura latinoamericana, etcétera. Pero a los años comprendo que también incurrí en el hábito de comprar y acumular muchos libros, sin leerlos siquiera. Ya no tengo donde guardarlos, apenas se mantienen en equilibrio, amenazan con aplastarme al primer estornudo.

Algo tengo que hacer, acudo a Monterroso: «En tal situación, el otro día me armé de valor y decidí quedarme únicamente con aquellos libros que de veras me interesaran, hubiera leído, o fuera realmente a leer». Vuelvo a leerlo para decidirme de una vez, sin vuelta atrás, ni para coger impulso. Empiezo a separar los volúmenes que destinaré a mis amigos, o irán a parar a los estantes de la primera biblioteca que los acepte. Consigo liberar algún espacio dentro de mi cuarto que volverá a llenarse de libros dentro de cuatro o cinco meses. Es inevitable.

Monterroso, en estas páginas, nos previene contra la seguridad de que somos los dueños de todo el saber y todos los conocimientos por el solo hecho de que nos la pasamos rodeados de libros por todas partes:

¿Cómo tiene lugar este proceso? Un día está uno leyendo tranquilo en su casa cuando llega un amigo y le dice: ¡Cuántos libros tienes! Eso le suena a uno como si el amigo le dijera: ¡Qué inteligente eres!, y el mal está hecho. Lo demás ya se sabe. Se pone uno a contar los libros por cientos, luego por miles, y a sentirse cada vez más inteligente. Como a medida que pasan los años (a menos que se sea un verdadero infeliz idealista) uno cuenta con más posibilidades económicas, uno ha recorrido más librerías y, naturalmente, uno se ha convertido en escritor, uno posee tal cantidad de libros que ya no sólo eres inteligente: en el fondo eres un genio. Así es la vanidad ésta de poseer muchos libros.

*Las oraciones del párrafo que acabo de transcribir son admoniciones para vos que me leés y para mí que escribo. Que cada quien reciba la suya ahora que se conmemora, este martes 21 de diciembre de 2021, el centenario de nacimiento del escritor Augusto Monterroso, hijo del guatemalteco Vicente Monterroso y la hondureña Amelia Bonilla. Honduras, Guatemala y México lo reclaman como suyo; siempre pertenecerá a todo lugar donde se hable, se escriba y se piense en español; también donde se le traduzca y se le enseñe en otras lenguas, otros alfabetos.

Posdata.- Dicen que los maestros de literatura contratados en colegios y universidades de Guatemala no enseñan la obra de Augusto Monterroso en clase. ¿Me permiten rebatirlo? Acompáñenme al ciclo escolar que se impartió de enero a octubre de 1990 en el Instituto San Ignacio, jornada vespertina del Liceo Javier.

La profesora María Eugenia Vanegas Vargas de Solórzano —pide que sus estudiantes le digan la Sheny— organiza a cada fila del primer curso «B» en grupos; les deja de tarea que investiguen acerca de la vida y la obra de varios escritores guatemaltecos. Así nos enteramos de la existencia de Mario Monteforte Toledo, Virgilio Rodríguez Macal, Manuel José Arce (primero lo confunden con su remoto familiar salvadoreño, primer presidente de las Provincias Unidas del Centro de América de 1825 a 1829) y Augusto Monterroso.

La Sheny presenta a Augusto Monterroso como el autor del cuento más corto del mundo, «El dinosaurio»; lo cita de memoria para regocijo y extrañeza de sus alumnos. También lee en voz alta el relato «El eclipse», donde se refiere la suerte final del misionero español fray Bartolomé Arrazola, apresado por los indígenas que moran en la selva poderosa de Guatemala. Nos menciona otro cuento famoso, «Mr. Taylor». Y nos encontramos por primera vez con la cara redonda de Monterroso, su mirada sin lentes que la resguarden, pegada en la cartulina destinada a la basura después de que el grupo a cargo pase a exponer de prisa y de mala memoria.

Ahora sé que la Sheny también supo darnos las pistas para dar con nuestros escritores más renombrados. A finales de 1991 compré mi primer libro de Augusto Monterroso: la antología Animales y hombres, publicada en 1972 por la Editorial Universitaria Centroamericana asentada en San José de Costa Rica; la conseguí en una venta de libros usados que existió en la décima avenida entre décima y novena calles de la zona uno, casi enfrente de la Escuela Nacional de Ciencias Comerciales. Con los años llegaron sus demás títulos; sigo en su compañía.

Última modificación Viernes, 20 Enero 2023 13:23
(2 Votos)

Deja un comentario

Asegúrate de ingresar todos los campos marcados con un asterisco (*). No se permite el ingreso de HTML.

  1. Lo más comentado
  2. Tendencias

Red Devil #2

0

Por Gabriel Lepe

De mi otro yo

0

Por San Pedro de Compostela

El vacío que Mickey 17 nos obliga a ver

Una película que se debe ver una vez en la vida.

Por Gabriel Arana Fuentes

Vi la saga Final Destination 25 años des…

No es la gran cosa, pero entretiene.

Por Gabriel Arana Fuentes

INTENSIDAD...

...

Por Rubén Flores

next
prev