El mercado La Palmita es mi surrealismo mágico
Foto: Steph A´k

El mercado La Palmita es mi surrealismo mágico

Durante más de 30 años he ido al mercado La Palmita. Desde muy niño, este lugar ha sido una constante en mi vida, iba con mis abuelos, luego con mi madre y hermanos, y ahora voy solo. Aunque ya no vivo cerca, es el lugar de mis compras. A veces creo que es porque me conecta con mis raíces, como si fuera un ancla comercial que me arraiga y que tal vez ni yo mismo entiendo. Es un lugar para abastecerse, pero también para presenciar la vida y sus rarezas.

El sábado pasado, después de las compras de la quincena, me dirigía al auto. Algo me detuvo. Frente a la chicharronera El Mañanero, un hombre de piel curtida, moreno y serio, estaba sentado dentro de su camioneta. Una Blazer del 96 o tal vez una Mitsubishi del 2000. No lo sé; los autos nunca han sido lo mio. Lo que me hizo voltear fue la música. A todo volumen sonaba "Eye in the Sky" de The Alan Parsons Project. Me detuve, atrapado por la escena, justo cuando comenzaba el coro de la canción ocurrió el transe.

I am the eye in the sky looking at you
I can read your mind
I am the maker of rules, dealing with fools
I can cheat you blind
And I don't need to see anymore to know that

El hombre soltó un suspiro profundo, tan potente que pareció tragarse el tiempo. El auto seguía encendido, la música retumbaba, pero él no estaba ahí. Su mirada se fundía en el vacío, en un horizonte invisible, en la nada que tal vez había sido su vida. En su rostro vi algo sumamente familiar: esa mirada perdida, esa energía consumida, como un toro exhausto buscando un rincón donde caer y que se resiste a desfallecer. Fue un instante íntimo, uno que solo yo presencié. Ese suspiro era una pregunta lanzada al abismo. ¿A dónde fueron mis sueños? ¿En qué curva del camino dejé de tener el control de mi destino?

Lo observé exhalar una bocanada lenta que arrastraba el peso de una vida entera, como un rezo envenenado que murmuraba: “¡Puta madre, qué vida más mierda! ¿Cuándo perdí las riendas?”. Y en ese segundo, me vi en él. Recé con él una letanía en mi mente: “Hombre, te entiendo…” mientras lo abrazaba con el alma. Todos creemos que nuestras dudas y desesperanzas son únicas, que nadie más podría comprender lo que sentimos. Pero es una mentira. Todos pasamos por lo mismo, cada uno en su propio rincón, en su propio infierno silencioso.

El tufo aceitoso de la chicharronera nos envolvía, y el cielo cenizo del día apenas dejaba pasar la luz, solo amenazaba con llover, pero esa bendición cósmica tampoco caía. La Palmita, a veces, parece un lugar donde la realidad se funde con la hechicería, donde lo cotidiano conjura para que el surrealismo mágico nos trague. Un espacio donde, si afinas los sentidos, te encontrás con la cruda verdad de la condición humana.

En ese suspiro y en esa mirada, comprendí que no somos únicos. Llevamos las mismas cargas, las mismas preguntas malditas, pero cada quien las arrastra en silencio mientras besa el yugo de sus decisiones. Y, sin embargo, hay algo brutalmente reconfortante en saber que, aunque caminemos solos, nuestras sombras se cruzan, compartimos por un segundo el peso de existir.

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