
- Ciudad Bizarra
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#Frijoles: La discriminación más ridícula que he vivido en Guate
En esas conversaciones casuales, cuando conocés gente, siempre hay una pregunta que desde niño me ocasiona discriminación. Ahora me da risa, pero durante el crecimiento siempre me afectó. No tiene nada que ver con mi preferencia sexual, si soy de derecha o izquierda, nada de eso: tiene que ver con la alimentación.
La pregunta, por inocua que parezca, es ¿qué comida no te gusta? Cuando respondo que son los frijoles, la gente cambia totalmente, es como si le escupiera el rostro a sus hijos o a su madre. No hay nada más ofensivo en este país. Incluso si dijera que Dios es un amigo imaginario, no ocasionaría tanta incomodidad como decir “no, no me gusta esa comida”. La reacción que sigue ya me la sé, la gente se indigna por una calentura que no padece, pero sí reconozco que pasa más en unos estratos sociales que en otros.
No es que se me haya discriminado siempre, a veces no me doy cuenta. Pasó por tener el pelo largo, aún ocurre por los aretes, los tatuajes, por usar lenguaje altisonante, por la zona en la que crecí, por no tener tal o cual religión (ahora es importante en cierta universidad, si no sos católico, no te contratan… dicen). La cosa es que discriminación hay mucha y de varior tipos… pero por comer tal o cual comida… me parece una ridiculez. Entiendo que su mojigatería le haga pensar que no puedo con la responsabilidad de un trabajo, pero hacerme de menos por no comer frijoles ¡Guatemala, siendo Guatemala!
No exagero cuando digo que se me discrimina, tampoco si digo que se me somete a un escarnio. Siempre pasa: ¿Pero cómo es posible? ¿Qué te creés? ¿Mañas son? ¿Es que no has probado los de mi mamá? -Ni los probaré, respondo-. Ahora de adulto hasta cínico me pongo, respondo con una broma cruel si la jodedera es mucha, pero de niño la pasé muy mal.
Escucho de todo. Según mis padres, el tema fue desde bebé. Los escupía, lloraba, mas eso no los detuvo a obligarme a comer. Hago la broma que hasta la firma de la paz los papás te golpeaban, y a mí siempre me pasó. Por ser respondón y por no comer tal manjar culinario, recibí unos cuantos escarmientos físicos por los mentados frijoles.
Creo que de todos los señalamientos, el más vulgar que recibí fue: “¿Pero cómo no va comer frijoles, si todos los pobres comen frijoles? -Sí, pero yo no señora. No me moleste-. Recuerdo que eso pasó en una de esas actividades de iglesia en las que se comparte comida. La señora católica se encargó de hacérselos ver a las demás doñitas. Ofendidas, tienen que cerciorarse de que todos lo sepan. Es un estigma social, sé que suena a exageración, pero no es así. Y esa es una de muchas, ¿cuánto podés escuchar en 41 años de vida?
Claro que se me obligó a comer de niño, con lágrimas incluso. Pero simplemente no me gusta, ¿qué de malo tiene? No era berrinche, simplemente no me gusta. La primera batalla que le gané a los frijoles fue en 1992. Durante el desayuno de ese sábado, mi mamá dijo: “De la mesa no te levantás hasta que te comás los frijoles”. Fue un día duro. Mis hermanos me hacían burla, y yo sentado en la mesa. A mis 9 años no me rendí, creo que ha sido la única prueba de tenacidad que le he ganado a la vida. Para las cuatro de la tarde de ese día, mi mamá entendió que no eran mañas, no me volvió a obligar a comer, pero no por eso, y hasta el día de su muerte, cuando la visitaba, me decía: “¿te sirvo frijoles?”.
Luego de aquel castigo continúe la vida, evitando desayunar o cenar en casa ajena. Si era el caso respondía que no tenía apetito de frijoles. Nunca decía que no me gustaba, la gente se lo toma demasiado personal. Y por aquello de las dudas también escuché: “cuando pasés hambre, te veré comiendo frijoles”, pues no. Cuando se vive solo y se está desempleado se pasa hambre, y mucha, y uno se las ingenia. Comí pan y agua durante semanas con una sonrisa en mi cara.
Pero cuál es el sentido del texto si no hay un final feliz. No pretendo que sea una colección de rencores. Uno de mis conocidos de universidad siempre me molestó hasta el hartazgo con el tema. Su terquedad lindaba con lo absurdo, no dejó de decirme ridículo, payaso, plástico, aspirante a rico nuevo, cualquier insulto que buscara romper mi paciencia y menoscabar mi integridad emocional, pero nunca lo logró. Hasta su esposa le decía que dejara de joder. En fin, el tiempo pasó y las posturas permanecieron.
Hará un par de años, en esas preguntas de rutina (¿qué tal tu vida, qué tal tus hijos?), este amigo cruzó miradas con su esposa, -bien, jodiendo, gracias por preguntar-. Pero algo hubo en esa mirada, algo escondía. Me ocultaban una venganza cósmica, lo supe después. ¿Por qué no le contás a tu amigo… te da miedo? dijo la esposa con sorna, avivando más mi curiosidad. Es que fijate, -dijo casi entre dientes-, que a mi hijo no le gustan los frijoles, los escupe, llora.
Ahora les pregunto yo, ¿cómo se hubieran sentido? Eso de reír de último es revitalizante, rejuvenecí como 10 años y creo que ha sido la carcajada más ensordecedora que he dado en un lugar público. -¿Y qué onda, el nene te salió mañosito?- El dulce postre frío de la venganza, un deleite.
Hay un universo de sabores mejores que esa comida, sé que hay gente que no tiene ni para un plato de comida, pero no por eso comeré lo que no me gusta, vaya si no es un acto de arrogancia ese “como hay gente con hambre en el mundo, yo me como hasta lo que no me gusta”. La madurez emocional del chapín no le permite probar cosas nuevas. De por sí cuestiono mucho eso del nacionalismo, pero el nacionalismo gastronómico que infecta al chapín creo que es un triste intento de ser únicos. Sorpresa, Guatemala no es el único lugar en el que se comen frijoles.
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