
- Ciudad Bizarra
- Publicado
- ¡Sé el primero en comentar!
- 3 a 6 min. de lectura
- Leído 851 veces
El Centro, aquel refugio adolescente
Durante años acusé de exagerada esa vanagloria por el Centro Histórico, pero ahora le bajé al rechazo. Aún me parece que no es tan genial y místico, pero reconozco que después de todo es una suerte de refugio. Estudié ahí mi primaria y el bachillerato, y aunque me la caminé entera no me gustaba estar ahí. A la distancia reconozco que algo tiene. A medida que envejecés nace cierto confort urbano, puede ser un lugar para vagar pese a la violencia que eventualmente se ve. Hace unos días me decía mi hermano, “eso es arraigo. No lo elegís, por eso la necesidad de caminarla”.
Me gradué de uno de esos colegios de siglas en los que no se aprende nada, recuerdo que la mensualidad era de Q250 (dato para entender el contexto 1999-2000). Llegué a pensar que eran guarderías (eso le ofrecen a la sociedad ese tipo de centros educativos, “mantengo a tu hijo encerrado para que no ande en la calle de vago… no aprenderá nada, después de todo, los casos de factorización no los usará en su día a día”). En ese contexto, al menos una vez a la semana, o las clases terminaban antes de las diez de la mañana, o mejor aún, cancelaban el día, o simplemente no entrábamos, por lo que junto a Otto y Otman el destino era Billares Morazán.
Las mesas eran muy viejas, los tacos parecían bananos por lo doblados que estaban, y don Meme, o como se llamara el dueño, nunca nos juzgó por andar de capeados. Por Q4 jugábamos una hora, vendía cigarros sueltos a cincuenta centavos, la cerveza a Q6 y el litro a Q13. Nadie llegaba, el local era solo para nosotros, quizá porque el resto de gente estaba trabajando o estudiando; lo cierto es que nosotros éramos los únicos escueleros en ese local. Estaba en una de esas calles estrechas de la zona 2, cerca del parque Morazán.
El esmero de mis compañeros de mesa por enseñarme a jugar era magistral. Era un acompañamiento de práctica y contenido; lo juro, algunas de esas técnicas las aplico en los talleres que doy: aprender con la práctica y avanzar.
Aún recuerdo la primera instrucción: “Imaginá que la bola tiene tres puntos verticales y principales desde los que la hacés avanzar luego de impactarse con el taco. Si le das en el centro, se detiene en el punto en el que choca con otra bola. Si le pegás arriba de ese centro, sigue a la bola luego de chocar, y si le pegás abajo del centro, la bola regresa a vos. Practicarás esos tres golpes, luego los ocho que faltan”. En sesiones de cuatro horas semanales, durante unos tres meses, se domina esa instrucción. Aprendí más de física en los billares que en cuarto bachillerato. Otto era un chaparro energúmeno que perdía la paciencia rápido, pero se tomó personal lo de enseñarme: “¡No! le pegaste mal, se va ahogar la bola… ¡mirá!.. ¡No se trata solo de llevar las bolas a la buchaca, tenés que realizar el tiro pensando en el siguiente movimiento, hacer la mayor cantidad de tiros con un solo turno”.
Cuando no lográbamos juntar lo suficiente subíamos a comer al mercado central donde doña Mela. La porción de chile relleno con aguacate o rábano era de Q5 o simplemente continuamos hasta la 13 calle a perder el tiempo en las maquinitas de los Cápitol. Jugábamos Street Fighter o Mortal Kombat, juegos que en 1999 ya eran viejos. Muy pocas veces entrábamos al Portalito, ya habían llegado denuncias de estudiantes que bebían en ese local con el uniforme del colegio. Y cuando no había nada de dinero, nos tocó ver las vitrinas de Rock Shop en Plaza Vivar, simplemente caminar, pasar frente a los puestos de cassettes, discos, pósters y camisetas piratas. Entonces se llamaba la Sexta o Sexta Avenida, parecía una calle distópica con gente de todos lados comprando y vendiendo de todo. Así era el Paseo la Sexta antes del blanqueamiento de Arzú.
Y no escribo esto con nostalgia, es una remembranza de lo que un escuelero hace en el Centro Histórico, no se le pasa tan mal. En mis tiempos ya existían universitarios que no conocían la zona 1, supongo que esa tradición “de clases seudoacomodada” no se ha perdido. Casi todo cuarto y quinto bachillerato lo vagamos. Sucede que cuando la gente se pone a añorar el colegio se emociona: a mí me dan náuseas, no son esos años maravillosos, pero es lo que hay. Empezaba a trabajar en una oficina de contabilidad los fines de semana por lo que tenía algo de dinero, así la pasé, lo poco que recibía por esos lares se quedaba.
Unos años atrás vi a Otan en el primer local de la panadería palestina Nawal. Ya no tenía los cuatro aretes en las orejas, pero la nariz que le torcieron en una pelea seguía igual. Recuerdo que no le importaba parecer ladrón –porque así no lo asaltaban, decía– a veces yo le hacía algunos trabajos y él, pues era mi amigo. Lo saludé, habían pasado varios años, éramos desconocidos de nuevo. Iba con su hija, y la que supongo era su esposa que entonces no parecía ser mayor de edad. ¿Qué tal vos, cómo andás? Bien. ¿Aún vendés compus allá en la zona 15? Nel, ahora (movió las manos como si manejara una moto) ¿Qué?, ¿vendés motos, reparás motos, tenés un taller? Neel… soy… soy mensajero. Pero ¿estás bien, no te quejás? Nel, no me quejo, ¿y vos? ¿Seguís trabajando de periodista? Simón, de reportero, sólo eso sé hacer, ya lo acepté. Va órale cuidate. Y jamás supe de él de nuevo.
Centro Histórico, punto de encuentros y despedidas. Alguna vez pensé escribir un libro de historias propias del lugar, pero como suele suceder en la ciudad de los proyectos inconclusos, nunca lo hice. Hace casi 25años que no juego billar, los Morazán ya no existen, pero mis ganas de vagar en la ciudad permanecen.
- #MemoriasUrbanas
- #CentroHistóricoGT
- #NostalgiaGuatemalteca
- #HistoriasDeVida
- #ViviendoLaCiudad
- #RecuerdosDeJuventud
- #Guatemala
- #CiudadDeGuatemala
- #CulturaGuatemalteca
- #VidaEnLaCiudad