¿Te acordás cuando querías trabajar en El Duende?

Ah, sí, El Duende —el oasis de sonidos y pixeles en el ahora desértico y casi muerto Centro Comercial Los Próceres. Era el Disneylandia para los devotos del MTV, grunge, pop y distintas variantes del pop, había algo de diversidad entre nosotros. En los años 90 y principios del 2000, era como tener el dedo en el pulso de la contracultura sin realmente arriesgar nada. Sólo tenías la televisión por cable, pocos, pero muy pocos tenían internet en sus casas. Teníamos una voracidad por conocer qué pasaba en las juventudes de todo el mundo, lo que este triste país nos ofrecía no era tan atractivo. No sé si lo es ahora.

Recuerdo cuando caminé por primera vez con mi currículum, un folder insípido color piel con mis méritos académicos: haber terminado el colegio. Esa tienda era el altar donde queríamos sacrificar nuestra juventud. ¿Por qué? Porque confundíamos el precio de la juventud con tener acceso a los discos del momento, el valor de la vida era eso, ¿añorar con viajes por el mundo? ¿Vacaciones pagas? ¡Por favor, creíamos ser clase media!. Creíamos también que por ser jóvenes, frescos, casi como un vinilo recién prensado, nos abrirían las puertas a trabajar ahí. No amigo, no era suficiente.

La ironía, claro, es que ahora, pasando los 40, nos damos cuenta de que la juventud es tan efímera como el hit de rock de tres minutos; no tenemos nada garantizado. Creíamos ser un álbum rock sinfónico y a penas llegamos a ser el hit de la iglesia de un un barrio de la ciudad.

El mito era que necesitabas ser bilingüe, aseguro que lo escuché. Que si podías entender a Kurt Cobain en inglés, estabas dentro. Pero quizás el verdadero boleto de entrada era conocer a alguien ya dentro, una especie de contraseña en un club olimpico de la gente que podía trabajar ahí.

Recuerdo a uno de los empleados, un hombre con el pelo largo, la seriedad de un bibliotecario ogurú del rock, pero con la actitud de un alcalde de pueblo sin gente. Nadie sabía si pretendía ser el dueño o cuasi custodio de ese cementerio de discos y memorabilia.

El logo, por supuesto, era una abominación estética. Pero eso no importaba. Tampoco importaba que el salario iba a ser el mínimo, menos de Q2000, lo asumo por los años. Porque, en nuestra idealización juvenil, pensábamos que la experiencia valía más que cualquier moneda. Ibas a poder escuchar toda la música que quisieras.

Con mi primer salario, corrí a comprar el álbum Americana de Offspring. Era 1999 o 2000, y en mi mente, ese CD simbolizaba una entrada al nirvana cultural. Lo escuché un sinfín de veces, claro, era el único original que tenía, desde luego que tenía discos pirata.

Pero el tiempo pasó como una pista en fast-forward. Ahora, El Duende es solo una tienda más, un relicario de precios inflados y sueños desinflados que vende tecnología. A eso agrego que Spotify mató al vendedor de discos de vinilo, YouTube nos robó la emoción de los conciertos en video. Los LPs se convirtieron en piezas de museo, tan inaccesibles como la juventud perdida.

Esa nostalgia noventera se convirtió en una cruel broma del destino. Veinte años después, te das cuenta de que la pequeña esperanza que te decía "sí podrás" era solo un espejismo. Al final, siempre terminamos comprando en Disco Centro, o en el lado oscuro de la sexta en alguno de sus puestos, el antro de las copias ilegales, los álbumes piratas, sacrificamos calidad por costo.

Pero solo recomiendo no quedarnos allí, atrapados en la melancolía de un pasado que nunca fue tan dorado como lo pintamos. Porque la verdad, mi amigo, es que la vida no es un disco que puedes poner en pausa o rebobinar. Es una pista que se reproduce una sola vez, y no hay vuelta atrás. Y así, El Duende se convierte en un espejismo en la autopista de nuestra vida—a veces un refugio, pero más a menudo, un recordatorio de todo lo que no logramos.

Solíamos pensar que todo estaba mal pero una pequeña esperanza nos susurraba “sí podrás, sigue, no te rindas, una nueva y mejor vida vendrá. Con mucho esfuerzo y trabajo lo lograrás” te lo repetiste hasta que comenzaste a vivir por inercia. Ahora te ves al espejo y te das cuenta que siempre no, no lo lograste, y lo peor es que yo no recordás que era lo que buscabas.

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