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Aquella vez que terminamos en un putero de mala muerte en Antigua
El periodismo cultural ya no es como antes. No es una crisis emocional, es real mi apreciación. Esta historia ocurrió en 2003, fue escrita en 2003 y la revivo 15 años después luego de dar una exposición sobre periodismo a un grupo de estudiantes en una universidad guatemalteca. Sin proponérmelo recordé esa ocasión.
Fue en Antigua. Conocimos un rostro distinto. Uno de excesos. Juan Pablo, Stanley y yo no pasábamos de los 30 años. Luis, el director de Monitor, la revista en la que trabajábamos, nos envió a reportear una guía cultural de Antigua. Con viáticos para todo. Quizá ese fue el error. Tres periodistas con licencia para tomar. No sabíamos que terminaríamos en el Cariñito Rico, un putero de mala muerte.
Stanley y su cámara análoga, yo con la grabadora de cassettes reporteando y Juan Pablo de editor. Salimos de la ciudad con muy buenas intenciones. Fue dejando el perímetro de la ciudad que destapamos la primera cerveza. Ahí le perdimos el respeto a la profesión. Otra vez.
Cualquiera podrá decir que, por la distancia, esto es más ficción que realidad. Aún ahora los defiendo, nada tiene que ver el Glenlivet que bebo al escribir y editar esta vieja historia.
Nos llevaba el Azulejo, un Toyota Tercel color azul cenizo, lo consideraba yo “el auto fantástico”. Creíamos que se manejaba solo cuando Juan Pablo estaba ebrio. El único choque que tuvo se lo dí yo. Ese día, por la tarde, rallé las puertas y casi derribo la puerta del hotel en el que nos quedaríamos. Pero me adelanto.
De nada sirve buscar culpables en esta historia. Los tres la cagamos. Supongo que por la edad, aunque ahora pasamos de los 35 años, solo el diablo sabe dónde terminaríamos si se nos encomendara la misión ahora.
Quizá si no hubiéramos pasado por esa hielera a la casa de Juan Pablo, otra sería la historia y no existirían esos tres días de degenere. Al abrirla encontramos un gama de cervezas. Justo en la calzada Roosevelt, en donde empieza Mixco, Juan Pablo, en funciones de editor dijo: “Bueno cerotes, en sus marcas, listos… ¡fuera!” y almorzamos cerveza con maní japonés antes de que pasaran los 40 minutos para llegar a Antigua.
Pero el viaje continuó en paz. Bebiendo, sí, pero trabajando. En el camino planeábamos lo que sería un suplemento especial dedicado a la muy noble y muy leal ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala, o la Antigua Guatemala para el mundo. Solo pausamos la sesión de contenido para abastecernos de más cerveza. No porque nos faltara, previmos que no tendríamos suministros suficientes para la madrugada, entonces ya existía la ley seca. Pasamos al súper24 de san Lucas. Y claro, precisábamos de pasar al mingitorio. Además, teníamos que empezar a gastar los viáticos.
"Yo creo que con dos six de gallos taconudas llegamos bien a la Antigua, vaa" dijo Juan Pablo.
No objetamos.
***
Aquí hay una laguna mental. Solo recuerdo que de pronto estábamos los tres en un bar de Jocotenango. Tomábamos indita con limón. Nos acompañaba una rocola con una armazón de madera que la protegía de botellazos. Además, un par de gatos negros que husmeaban las ollas que estaban sobre una mesa. Cerraban el lugar, nosotros y el charita de otra mesa, podíamos permanecer ahí si no hacíamos escándalo, nos explicó la matrona del Cariñito Rico.
Ha pasado tanto tiempo que, aun regresando a este texto, no podría jurar sobre la Biblia, la Torá, o el libro que sea, si los recuerdos son falsos o ya empiezan a mezclarse con otros.
Como por reacción, al cerrar la puerta de entrada de la cantina, un bebé empezó a llorar. Ya eran las dos de la mañana. La puta que estaba sentada en nuestra mesa preguntó ¿tienen coca? No sabía qué responder. Pocas horas atrás, había comprado Q600 (US$75 al cambio de la época) en cocaína. Fueron seis o siete colmillos, no los recuerdo. Lo cierto es que de que había, había, pero no era mía, y nunca he prestado juguetes ajenos.
Yo estaba medio ebrio y medio pedo. Stanley igual. Juan Pablo no lo sé, pero su cadáver estaba ahí. Por alguna extraña razón la vena periodística salió a flote y Juan Pablo decidió entrevistar a la nicaragüense que pedía con humildad, pero con insistencia, la cocaína.
Lo cierto es que llegó a mi nariz ese aroma extraño, ese que no sentía desde el colegio. Pensé en voz alta: “¿esa puta está fumando crack?”.
Lo demás es borroso.
***
Tres versiones sobre la puerta que boté con el carro:
Juan Pablo: ¿Qué puerta? ¿Pero si Gabriel jamás manejó?
Stanley: Bien Gabriel. No te acordás que vos le dijiste al Juan Pablo “yo sacó el carro”, y luego te dejaste ir contra la puerta del hotel, luego se cayó la parte de arriba de la puerta. —esa misma que dejaste tirada—, y rayaste la puerta del carro del copiloto y del piloto.
Gabriel: Eso no es cierto, ustedes me están metiendo paja. Yo fui a trabajar a la Antigua, no a ponerme a verga. ¡Y jamás manejé!
***
“¡Vos, se murió Juan Pablo! ¿Ahora cómo regresamos a Guate? ¡Él tenía las llaves del carro!”.
Con una goma satánica, esa resaca marca licor barato, salimos a reportear con Stanley. Luego de la noche que Juan Pablo se recetó, no nos pudo acompañar. Mejor dicho, no nos quiso acompañar. A la mañana de ese sábado, y luego de no dormir, nos dijo que no iría. Nos recordó que él era el editor. Lo maldije, pero solo hasta años después, cuando ocupé ese cargo, entendí esa decisión. El que tiene poder y no lo ejerce… no se lo merece.
Todo lo que se planeó, se hizo. Las entrevistas y la investigación se ejecutaron entre en una noche y una mañana. Tras varias horas de andar vagando por la Antigua bajo el sol de un sábado infernal, cerca de mediodía, ya no podíamos seguir trabajando y decidimos regresar al búngalo del hotel. Pero no nos juzguen antes de tiempo.
Llegamos a la puerta del búngalo. Tratamos de abrir la puerta, pero la cadena del pasador estaba puesta. No podíamos abrir. Llamamos a la puerta insistentemente y nada. Varias veces y nada. Por la ventana fisgoneamos y Juan Pablo no estaba en la cama. Tampoco en la sala. Stanley y yo concluimos lo mismo.
—Vos Stanley, para mí que ese cerote se murió de una sobredosis. ¿Y ahora cómo nos regresamos en Guatemala? —dije preocupado.
—¡Alagrandiosísima puta... qué cagada! —dijo Stanley—. Este mierda se murió y no nos podemos ir porque la maletas están adentro...
—Vonós a la mierda y decimos que el cerote desapareció. Luego que la mara del hotel mire qué putas hace—le propuse.
—¡No cerote, cómo vas a pensar! ¿Y el resto del equipo?, no lo puedo dejar dentro… nos putean en el diario— me increpó.
—¡Alaverga!, adentro se quedaron los cassetes de las entrevistas de anoche. ¡Qué pisados!, yo si puedo dejar dentro mis pertenencias, vale verga… yo me voy —dije.
Antes de llegar a solucionar cómo explicaríamos en el diario la desaparición de Juan Pablo, o qué hacer con su cadáver, o si lográbamos entrar, aquél abrió la puerta. Estaba pálido, muy pálido.
Entonces le reclamé “bueno vos cerote, ¿y qué putas, por qué no abrías?”.
Juan Pablo alcanzó a decir “es que estaba bañándome”. Y sí, tenía el cabello húmedo, pero parecía un muerto resucitado.
Sesionamos extraordinariamente. En la sala del bungalo realizamos el conteo de los daños en medio de basura. De entrar la Policía seguiríamos presos. Basura en el suelo, latas vacías, bachas, facturas rotas, churros sin fumar, mosotes de mariguana, cocaína. Equipo fotográfico, y tres sujetos con cara de criminales. Solo faltaba un cuerpo del delito.
Nos acabamos los viáticos de tres días en una noche. Para comer, tuvimos que hacer uso del carnét de la impunidad. “Buenas, somos periodistas y queremos hacer un reportaje de este restaurante gurmet de comida asiática”. No permitieron ni que dejáramos propina.
Ya entrada la tarde, y sin dinero, regresamos al hotel. Bendito sea Dios, nos permitió prever que nos acabaríamos los viáticos, nuestro alijo de substancias y cervezas tibias nos esperaba en la habitación.
Acá hay otra laguna. No sé bien por qué Stanley ya no aparece en el recuerdo. Solo imágenes distantes de Juan Pablo y yo terminándonos los suministros que quedaban en la habitación. Creo que a Stanley lo había llegado a buscar una novia, o amante y se quedó en otro bungalo. No lo sé con certeza. Y aunque se documentó casi todo en grabaciones y fotos. No tengo idea de dónde terminó toda esa documentación.
***
Voy a regresar a la noche del viernes de ese viaje. Juan Pablo me dijo “mirá vos, haceme un favor. Andá a aquel carro corinto que está allá. Dale este dinero a Mynor... él te va a dar un encargo. Dale los Q600, él ya sabe”. No me pareció nada de otro mundo.
Uno no se puede salir con reclamos, después de todo era el jefe. Fui al auto que estaba como a 50 metros. Me acerqué a la puerta del conductor. Cual puta.
—¡¿Qué onda vos?!, el Juan Pablo me dijo que te diera este dinero.
Mynor no saludó, tampoco la señora que llevaba de copiloto. Recibió el dinero y a cambio me dio seis colmillos. “Juan Pablo… sos un hijo de puta”, fue lo que pensé.
Regresé al auto, y aunque pasó una patrulla no me inmuté. Iba molesto. Al entrar al auto, Juan Pablo casi me arrebata las manos. Acababa de comprar la coca.
***

Algo así fue lo que pasó. Releo y río, hay cosas que había olvidado. La memoria. Total que regresamos del viaje y no dijimos nada de regreso. El lunes comenzamos a escribir un suplemento especial de cómo conocer Antigua Guatemala.
Fue un inserto de 12 páginas. Todas con información de dónde comer, qué bares visitar, historias folcloristas sobre espantos, y como los extranjeros percibían a la Antigua. Stanley insiste en que uno de los entrevistados me quería coger. Insiste en que era un gringo gay.
Un mes después, el ejemplar participó en un concurso sobre reportajes de periodismo turístico y cultural. Ganamos la mención honorífica sobre los demás reportajes de radio, televisión, Internet y prensa. Sin embargo no obtuvimos el primer lugar porque según los organizadores, “no nos podían premiar a los tres”.
Esto encuentro en esa historia que ocurrió hace 15 años. No es ni medianoche, la botella de Glentlivet que me regaló Juan Pablo hace poco va lenta. Suena una trompeta, escucho la letra de “La vie en rose” pero en la voz de Iggy Pop. La vida sigue. ¿Qué tanto debemos confiar en nuestros recuerdos? ¿Qué tanto debo creer en lo que escribí? Memorias, esos somos. Recuerdos de lo que quizá fuimos. De lo que quisimos ser.
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