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Pequeños fragmentos de mis huesos olvidados
Él sigue ahí...
En todos estos años nunca ha dejado de llegar a la misma esquina. Siempre puntual a las 5:30 PM. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Su rutina jamás ha cambiado. Llega, se sienta en las butacas viejas de plástico de la tienda. Siempre pide algo para tomar. Un día es una Coca Cola, otro día es una cerveza. Supongo que se debe a cómo ha de sentirse ese día.
Él no tiene la menor idea de que yo siempre lo observo. Veo su rostro, un rostro como cualquier otro, nada especial, lo veo a través de los restos de los vidrios sucios y rotos de esta ventana que quedan con los años. Sus ojos siempre miran hacia la misma dirección, justo en donde todos los días estoy parada.
Pero él no lo sabe.
Me pregunto si ha notado mi presencia alguna vez. No lo creo. Jamás se acerca. Ni siquiera unos cuantos pasos. Quisiera pensar que aún me recuerda porque si no es así, ¿cuál es el motivo de regresar, todos los días y sentarse frente a este lugar? He jurado todos estos años que me ha olvidado, pasó semanas después de nuestro encuentro, pero la duda sigue ahí.
Confieso que siempre conservo la esperanza de que jamás me olvidará. No sé cuántas más antes de mi hubieron, pero quiero pensar que soy o fui su preferida. Siempre.
Camino durante noches enteras en los pasillos de esta casa. En cada habitación, me he detenido a recordar el día que me llevó al jardín, la vez que nadie nos escuchó. No olvido su rostro iluminado por la luz amarillenta de los postes eléctricos; tampoco como el aire caliente de su respiración se impregnó en toda mi cara.
Esa noche sentí su corazón latir fuerte y cómo su sexo se endurecía al momento que nuestros cuerpos chocaron en ese suelo frío. Mi cuerpo quería moverse pero una fuerza ajena a la de él impedía que me moviera. Su mano apretaba mi cuello fuertemente sin dar tregua. El aire empezaba a faltarme hacía que mi cuerpo pesara más y más.
Fue el golpe de su puño el que rompió mi quijada. Eso me hizo saber que no había vuelta atrás. Era suya. Poco a poco los sonidos de la calle, los buses, la gente que caminaba por la banqueta, el bullicio diario… todo desaparecía. Solo sus palabras, las pocas que recuerdo junto al sonido de mis huesos romperse uno a uno, era lo único que escuchaba.
Lo veo parado en esa esquina… me pregunto ¿ya olvidó el sonido de mi cráneo al chocar contra el piso? ¿aún recordara cómo se sentía la sangre que manaba de mi cabeza en sus manos? ¿Estará en su memoria como yo goteaba poco a poco en la vieja baldosa?
Él sigue ahí... si tan solo supiera que no le guardo rencor.
De hecho, pienso en él siempre. Nunca hubiera podido agradecerle que fue él quien me ahorró muchas dudas sobre lo que yo ya tenía pensado hacer. Era cuestión de tiempo terminar con todo. Es solo que no me atrevía.
Ojalá pudiera hacerle saber que en esta casa abandonada aún existe un camino con pequeños fragmentos esparcidos de mis huesos. Marcan un caminito que lleva al resto de lo que queda de mí. Con el tiempo nadie sabrá en dónde está lo que resta de mis despojos. Solo él.
Mientras observo cada uno de sus gestos, solo los insectos que habitan aquí me hacen compañía. Pero ellos no pueden decirle que yo sigo aquí a la espera. Llegará el momento en el que tenga el valor de entrar de nueva en esta casa, aquí en donde me dejó, yo lo recibiré para darle las gracias.
Cuento incluido en el libro Mañana muerta de domingo, de Editorial X
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