La historia es una espiral de dominó.
Foto: cortesía: Jean-Marie Simon
Ana Luisa Arevalo

La historia es una espiral de dominó.

La historia es una cascada, saben, porque a veces cuando pienso en mi casa, pienso en mi pueblo, cuando pienso en mi pueblo pienso en Guatemala, cuando pienso en Guate a veces pienso en Árbenz, si eso sucede lo imagino papel en mano con el ceño fruncido, -tal vez tocándose el mentón de forma distraída- repasando un discurso, de pie en el suelo pulido de palacio presidencial. Poderoso y señorial.

Eso me recuerda su renuncia. Su renuncia me da tristeza y eso me recuerda la guerra.

Ella, la guerra me recuerda que el campo de futbol del Instituto era fosa común, porque antes de ser mi instituto de básico fue el instituto de básico de mi madre. Ella iba a comenzar su primer año en 1976 asistió una semana, y el 4 de febrero en la madrugada la tierra tembló y tembló y su instituto se derrumbó.
El país entero se derrumbó.

El ejército llegó y de destacamento lo utilizó. La política de tierra arrasada aplicó, la represión se instaló y a muchos muertos enterró y a otros desapareció.

Pensar eso me recuerda mi infancia, y lo normal que era ver desde mi bici de niña libre, entendiendo, pero no mucho, las cajitas con los huesos. Filas de ellas, surfeando sobre las cabezas de sus hermanos, tíos, padres, madres o hermanos, llevadas en alto.

Me resultaba raro, ver tanta gente llenando el pueblo en días que no eran de mercado.

Uno sabía que eran muertos de la guerra porque eran diferentes, no eran cajas de muertos normales, largas, pesadas, pulidas y brillantes, de esas que usan los que mueren de forma normal por enfermedades o accidentes, con velorio, novena y cuarenta días.

Estas eran sencillas de pino con barniz y pequeñas como cajoncitos. Hasta la procesión era diferente, menos llanto, nadie de negro, todos de gala, albahaca, candelas y flores.

Cualquiera en el pueblo lo sabía, incluso alguien de 10 años como yo. Los veíamos en solemne procesión, entrando a la iglesia a su misa, y saliendo ella en camino recto, para el entierro en camposanto. Sabíamos que eran sus parientes, pero solo los huesos, sus collares, su camisa, la idea casi, el recuerdo del amado, por eso la caja con su tamaño.

La guerra era eso para mí, ver exhumaciones, escuchar los anuncios del CEH en las radios comunitarias y locales para que las personas fueran a dar sus testimonios, o su ADN. Museos con huesos y restos. Los folletos ilustrados que nos dieron en la escuela para que supiéramos como el ejército había matado a los bebés, tomándolos de los pies, estrellándolos en los árboles o la pared.

Recuerdo que mirar eso me mareaba, y a veces en la noche lo imaginaba.

Mi recuerdo de la guerra es una foto de Jean Marie Simón.

Hojear el libro de Jean Marie me recuerda que no todos vimos y vivimos lo mismo. Y trato de imaginar cómo se vivía la vida y lo último de la guerra en la capital, y me doy cuenta que no tengo idea.

Pienso en mis amigos que crecieron allí, con la prensa silenciada, la inestabilidad política directa en la cara, y las calles solas de noche.
Al pensar en mis amigos recuerdo sus palabras, sus fosas comunes eran la censura, el brutal silencio de todos.

El silencio me recuerda el sonido, y el sonido la música, y como era parte fundamental de su experiencia de la guerra, me han dicho, con ella podían decir sin hablar. Así que abrazaban la niebla. De lejos veían como otros morían en la cruz de hierro. Se hacían preguntas a través de la letra de las canciones que los que solo obedecen no sabían interpretar, pues: ¿cómo podría un hombre muerto sembrar semillas en su huerto? ¿y no ensuciarse el overol?

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