Mesías de 16 bits

Éramos un trío de verdaderos perdedores. Los típicos clase medieros guatemaltecos sin ningún tipo de futuro por delante, provenientes de familias de padres ausentes o muertos.
Odiábamos nuestra juventud precaria.
 
Usábamos la ropa que nuestros primos iban dejando, un par zapatos nuevos cada año o cuando ya los calcetines empezaban a romperse por culpa del hoyo en la suela.
Y totalmente repulsivos para las niñas de nuestra edad.
 
Vivíamos al borde. Siempre con el dinero justo en el bolsillo para las camionetas [buses] y si teníamos suerte, sobraba algo para comprar cigarros y para jugar a las maquinitas [término acostumbrado en Guatemala para llamar a los arcades]. Que es justamente lo que me hace escribir esta pequeña crónica.
 
Estudiábamos en un tugurio que se jactaba de dar la mejor educación en perito contador, administración y publicidad de Guatemala. Un gran fiasco.
 
En realidad, era una cloaca dispuesta a aceptar a cualquier desadaptado una vez sus padres tuvieran la leve capacidad de pagar una mensualidad.
 
Y el uniforme era una hermosa metáfora de lo que era el lugar. Una gama de cafés como la mierda.
 
Las clases eran por la tarde y esperábamos a que dieran las 5:30 de la tarde para poder escapar de esa pequeña cárcel llamada colegio. Y como dije antes, ahí me convertí en un buen administrador del poco dinero que me sobraba cuando ganábamos jugando inocentes juegos de apuestas entre clases. Lo hacíamos cerca de las paredes de los baños bajo los rayones que recordaban un poco a los dibujos de Jean Dubuffet. Los cuáles decían: “Hueco el que lea esto” o “Si te gusta la verga llamá al 934575“.
 
Con el dinero ganado y guardado en nuestras billeteras desistíamos de tomar el ruletero que salía del lugar, con tal de guardar unos billetes extra para tener lo suficiente para llegar a nuestro templo de liberación, ese lugar en donde dábamos nuestro diezmo todos los días. Los Cápitol [Centro Comercial del Centro Histórico de la ciudad de Guatemala].
 
El trayecto a pie desde el parque Morazán lo hacíamos discutiendo acerca de las probabilidades de terminar la máquina, de acuerdo al dinero que llevábamos con nosotros.
Otras veces cada quien iba repasando mentalmente los movimientos perfectos con la palanca [joystick] para ejecutar combos infalibles para quedarnos con la espina dorsal de nuestro enemigo y así saciar nuestra sed de sangre. Al menos de manera virtual.
 
Al llegar a nuestro santuario repleto de peluquerías atendidas por bellos travestidos, bajábamos por las gradas y los sonidos de mil videojuegos empezaban a retumbar en nuestros oídos “tuituituitui tiiiiiiiiiiii tuituitutituitui… game over”. Nuestros corazones palpitaban al ritmo de esa resonancia y las palmas de nuestras manos empezaban a transpirar sudor por tener el control de la palanca en una mano mientras la otra depositaba nuestro diezmo. Para otros era una simple moneda o token. Pero para nosotros era nuestro boleto de escape hacia esas dimensiones paralelas de pixeles saturados de color y brillo.
 
No teníamos límite para viajar en ellas. Nos dividíamos y cada uno iba a cumplir sus propias fantasías. La mía era usar a todas las guerreras femeninas de los juegos de pelea. Sus trajes y sus figuras curvilíneas se grababan en fuego en mi cabeza. Sabía que no era normal, pero en algún momento acepté esa pequeña parte retorcida de mi psique.
 
Las horas se pasaban demasiado rápido. Nunca era suficiente. Todos queríamos más. Pero nuestra realidad económica nos daba todos los días una bofetada en la cara. Como la que me hubiera dado mi madre si se hubiese enterado en qué me gastaba todo el dinero que con mucho esfuerzo me daba. Sí, lo sé, era un verdadero bastardo. Quizá al día de hoy siga mereciendo ese manotazo.
 
Salíamos a la calle sin nada de dinero la mayoría de veces. Solo con lo justo para tomar la 72 periférico [la ruta del bus] y regresar a nuestras madrigueras, golpeados como animales luego de muchas derrotas. Era duro fracasar ante esos personajes que con sus fauces pixeleadas se reían de manera burlona ante nosotros. No quedaba más que fumarnos los cigarros aplastados que durante todo el día guardábamos secretamente en nuestras billeteras.
 
Ya en la calle, antes de emprender nuestro retorno, pensábamos si existía alguna especie de gurú que viera más allá de esas pantallas incrustadas en esos armatostes de madera pintados con los personajes de los videojuegos. Un hechicero que nos diera la clave para darle la vuelta a esos juegos que, poco a poco, acababan con nuestras pobres finanzas.
La respuesta aparecería unos meses en un pequeño cuerpo deforme arrastrado por una patineta. Era el mesías que estábamos esperando y su nombre era: Vitelio.

El cuerpo del redentor

Pero como todo. No sería gratis, como lo descubriríamos más adelante. La tarde de la revelación habíamos hecho la ruta de siempre. Caminar hasta el parque, abordar la camioneta 1 y bajarnos sobre un costado de la 6a. avenida, y luego, bajar las gradas al vientre de la bestia.
 
Cada uno tomaba su camino hacia su máquina favorita. Yo fui directo a la mía: Mortal Kombat III. Y por supuesto tenía que esperar una larga fila de personajes conformados por chicleros, lustradores, receptores pagadores de banco entre otros. Debía aguardar por que dejaran la máquina libre y así, yo poder jugar mis tres únicas monedas. Era todo o nada antes de ser aniquilado.
Finalmente, la máquina quedaba libre y como un depredador ante su presa saltaba antes que otros carroñeros cayeran sobre ella. Inserté mi moneda y la voz de ultratumba como todos los días me hacía seleccionar mi destino: “Choose Your Destiny”.
 
Seleccionaba mi torre y veía el rostro de mi guerrera de largos cabellos blancos: La hermosa Sindel. Subía hasta llegar al final de la torre, el lugar en donde habitaba Shao Kahn. Él era el objetivo. Tenía que derrotarlo.
 
Antes de empezar a repartir golpes a diestra y siniestra me aseguraba que ningún buitre metiera alguna moneda, presionara start y le diera por medirse a golpes conmigo. Los miraba como perro rabioso sacando espuma por la boca. No, no les iba a dar gusto. No iba a permitir a que me arruinaran la poca diversión que podía pagarme, el único deleite luego de varias horas de tortura en la reposadera en donde estudiaba.
 
Difícilmente me daban las manos para hacer todos los combos, pero lo intentaba con la misma voluntad que tuve cuando trataba de aprender a manejar bicicleta. Forward, Forward, Forward, High Punch. Una y otra vez. Y en el último golpe con los segundos contados Run, Block, Block, Run, Block. Y un grito salido de las entrañas de Sindel despellejaba sin misericordia a mi oponente.
 
Ni Sub-Zero, Raiden o Shang Tsung podían con ella. Pero como casi todas las cosas en la vida. La torre no me la ponía fácil. Ahí iba yo a depositar otra moneda antes que el conteo terminara y empezar de nuevo la misma historia. Pero esa tarde las cosas cambiarían para siempre.
 
Liu Kang me molía a golpes con su famosa seguidilla de patadas-bicicleta. Mientras yo, inútilmente me defendía tratando de escapar de la golpiza con un teleport.
 
En ese instante empecé a sentir unos extraños jalones en el ruedo del pantalón de mi uniforme. No podía voltear a ver. Las bolas de fuego de Liu Kang me masacraban. Yo intentaba hacer el grito paralizador de Sindel Forward, Forward, Forward, High Punch y contraatacar. Los jalones seguían. Yo empezaba a desesperarme porque estaba perdiendo mi concentración. FINISH HER. Y con un jab fulminante, salpicando sangre a la vez era la señal de que había sido derrotado. ¡Puta madre otra vez! fue mi inevitable grito.
 
Frustrado le dí una patada a la máquina y al mismo tiempo sentí la mirada de odio de la señora que vendía las monedas. No dije nada y opté por voltear la mirada de nuevo a la pantalla. Sentí de nuevo otro jalón en el pantalón.
 
–¿Pero qué putas…?
 
Y al voltear mi mirada hacia abajo, ahí se encontraba él. Su pequeño cuerpo moreno con el pelo largo estaba amontonado en un pedazo de madera vieja con rueditas. Y con una voz casi inaudible me dijo.
 
-Si querés, yo te puedo enseñar a jugar bien esa mierda.
 
A lo que yo respondía aún incrédulo procesando la imagen que tenía frente a mí entre todo ese gentío.
 
-Ehhh, simón ¿pero cómo así? -Le dije. Era raro hablarle a alguien en dirección al suelo sucio del lugar.
 
-Si me regalás una ficha, te enseño a hacer todos los combos ¡bien hechos!
 
La idea no sonaba mal. ¿Pero de dónde diablos iba a sacar más dinero? No lo sabía exactamente, pero haría todo lo posible por conseguirlo. Entonces supe que teníamos un trato y que yo lo buscaría al día siguiente y así fue.
 
Un día después, Vitelio apareció de la nada, seguido de sus acólitos. Entró al local en donde yo solía a jugar. Lo saludé solo con un gesto con la cabeza. Me acerque a él y le dije –Le entramos o qué? A lo que él me respondió –Órale ¿tenés la ficha que te pedí? Se la entregue y como si se tratará de una especie ofrenda para una imagen, una de esas a las que se les pone en un pedestal para venerarla.
 
Sus acólitos lo subieron en unos largos bancos que estaban colocados en cada una de las máquinas del local. Y ahí en ese preciso momento, mi camino hacia la iluminación empezó.
El objetivo era lograr alcanzar el nirvana de 16 bits en el menor tiempo posible. Aprendía los combos, los movimientos y una que otra maña que me ayudaría a sobrevivir en ese mundo de peleas. Todo sucedía como en una secuencia lineal de tiempo con imágenes mías traslapándose con las imágenes del videojuego. Como en las películas.
Run, Run, Run, Run, Run, Up. Y de nuevo Down, Down, Down, Low Punch.
 
Nunca descifré realmente como ese pequeño ser podía contener tanto conocimiento virtual. No lo supe, tampoco me importaba. Mientras pudiera pagarlo.
 
Con mucho esfuerzo eso sí. El vicio me estaba convirtiendo en una especie de criminal de poca monta. Al ejecutar de la manera más limpia los respectivos gavetazos [robar dinero] en mi casa. Ojalá mi madre me perdone algún día por esa vida loca. Pero en ese momento era necesario. Me encontraba en una etapa de autoconocimiento, buscaba la manera de canalizar mi ira de puberto.
 
La rabia contenida de un perdedor que tenía por única vez la oportunidad de redimirse y convertirse en algo, en ser alguien, un ganador.
 
Al fin, luego de varios días llegó el momento. Como cuando un maestro zen finalmente le dice a su discípulo que está listo para iniciar su propio camino.
 
-Hoy te voy a pasar el mejor truco: Sacarle juegos gratis a esta babosada.
 
Yo le dije –¿En serio vos?, ¡buena onda mano! -Tené aquí hay dos fichas. ¡Pero enseñáme bien cómo diablos se hace esa mierda!.
 
Vitelio se acomodó en su lugar y viéndome a los ojos me dijo:
 
-Fijate pues. Tenés que ponerte avispa chavo. Dale verga a todos. Acordáte que ya te expliqué cómo. Pero cuando llegués con Shao Kahn. La mierda con ese pisao es otra cosa. Poné mucha atención pues. Tenés que darle verga en el primer round. Luego, en el segundo, dejáte ganar. Pero en el tercero manito… tenés que ponerte pilas y darle verga a ese hijuelagran. ¡Pero con todo!
 
A lo que yo solo le podía responder –Ajá…simón si, si, si, ajá.
 
-¿Querés ver como se hace?
 
-¡Agüevos mano! entonces para que chingados estoy aquí.
 
Se me quedó viendo y con una paciencia típica del maestro que se ríe de la euforia e ignorancia del principiante. Me dijo.
 
-Ya sabés qué hacer entonces.
 
Extendió su diminuta mano regordeta sucia y llena de grasa. Y en ella yo deposité mi última moneda. Cruzaba dedos porque todo saliera bien. Si la cagaba me jodía porque regresaría nuevamente derrotado y como los mil demonios a casa.
 
Los gritos de Shao Kahn retumbaron en mis oídos mientras una luz resplandeciente empezaba a desintegrar su musculoso cuerpo.
 
¡Ahhhhhhrgghhhhhhhhahahhahahahahahrghghghghh!. Mi cara de asombro iluminada por un fuerte color verde estallaba de emoción al ver explotar a Shao Kahn. YOU WIN! y nanosegundos después, mientras yo maravillado con el milagro, la voz de ultratumba volvía a decir: CHOOSE YOUR DESTINY!
 
¡No era mentira! En verdad se le podía sacar créditos gratis a la máquina. Ese día mi pequeño universo que se limitaba a la 6a. Avenida y un local lleno de máquinas cobraba sentido. Me sentía poderoso.
 
-¡Qué buena mierda! grité. ¡Ahora sí!
 
Bajé mi vista para agradecerle a Vitelio, mi maestro. Pero había desaparecido. No lo podía encontrar entre tantos jovencitos que, al igual que yo, luchaban por sus vidas en ese local poco iluminado.
 
Al estirar mi cabeza, solo logré ver un atisbo de su pequeño cuerpo seguido por sus acólitos. Se habían esfumado. No podía salir corriendo a agradecerle. Mi duelo con Cyrax estaba a punto de empezar. Jugué hasta que mis amigos llegaron a buscarme.
 
Teníamos que irnos ya, o perderíamos la camioneta y si pasaba eso, estaría en serios problemas en mi casa. Aún así, no habría importado. El secreto me había sido revelado y yo estaba obligado a pasarlo a mis amigos. Era mi obligación convertirme en el nuevo gurú para ellos. Esa noche solo murmuré hacia mis adentros mientras caminaba hacia la parada de la camioneta «gracias maestro, gracias».
 
Mi situación financiera mejoró gracias a las enseñanzas de Vitelio y pude invertir en otra clase de vicios. Él me regaló horas y horas de diversión por unas cuantas monedas. Eventualmente lo miraba en busca de más aprendices a quienes pudiera trasladar su conocimiento, a cambio de un poco de efectivo. Pero no volvimos a hablar jamás. Mi tiempo ya había pasado y su misión conmigo había terminado. No tenía sentido que me volviera a dirigir la palabra.
 
Años después, me encontraba sorteando mi vida intentando atravesar la Calzada San Juan. Y cuando intentaba hacerlo por segunda vez. Una nube negra e intoxicante, dejada por una de las tantas camionetas que se dirigen al Trébol, me lo impidió. Al disiparse, volví a ver a ese diminuto cuerpo que atravesaba sin dificultad los automóviles que no se detenían por ningún motivo.
 
Vi a Vitelio impulsándose con unos soportes amarrados a sus manos, unos tacos que tenían pedazos de neumáticos de automóvil a manera de suela. Se impulsaba en su patineta, la que empezaba a elevarse hacia el cielo como una carroza de fuego, así como dice la Biblia. Lo hacía en la misma carroza en la cual el Señor descenderá por su pueblo. Pero este mesías no tiene intención de regresar. Al contrario, volvía de nuevo su paraíso de 16 bits del cual había venido para dejarnos sus conocimientos. Su misión había sido cumplida.
«¡Adiós maestro Vitelio!» susurré. Y lo vi elevarse al cielo. No quería perderlo de vista, pero el sol del mediodía empezó a quemar mis ojos. Desapareció aquel sábado mientras yo tosía por el humo de las camionetas de aquella calzada.
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