Ese miércoles infernal presencié un milagro moderno

El 24 de abril sobrevivimos bajo un sol que golpeaba con la furia de un dios olvidado. El tránsito en la 5a. avenida y 3a. calle A de la zona 12 se congeló en el tiempo, los autos formaban una serpiente metálica atrapada en su propio bucle de calor y smog. Los autos, cajas de metal asfixiantes, eran celdas temporales para almas resignadas a su destino. Sin embargo, pocos, si no es que fui el único, presenciamos un milagro proverbial.

Entre ese paisaje desolador, y juro que ocurrió, vi a dos figuras que se destacaban en el horizonte de mi vista. Eran charas, esas almas perdidas en la maraña del alcoholismo crónico, se desplazaban con la torpeza de autómatas programados.- A pesar de la resaca que mordía sus entrañas, avanzaban alimentados de esperanza, o al menos eso creo. Ellos, dos hermanos en desgracia, no pedían limosna ni compasión, sólo buscaban sobrevivir el día. Al verlos vivías su resaca.

Entonces ocurrió el milagro. De entre la multitud indiferente que caminaba o estaba encerrada en un auto, un hombre de piel curtida por el sol pero que parecía un trabajador de paso apareció en la escena. Era un hombre común, de esos que la ciudad devora sin dejar rastro. Compró una cerveza barata, una asquerosa, vaya si no lo es, Dorada Ice de 16 oz, bebió un trago generoso, y se acercó a los charas. Su gesto fue sencillo pero profundo: extendió la lata como quien reparte esperanza en el desierto. Les ofreció el maná.

Los charas, sorprendidos y aliviados, recibieron el regalo como un sacramento que les había sido negado y les sonreía de nuevo, les daba una oportunidad más. El primero tomó un sorbo, como si bebiera el elixir de la vida, y luego, con una generosidad forjada en mil batallas personales, pasó la lata de ambrosía a su compañero. Juntos compartieron el líquido como un tesoro, un lazo invisible que los unía no sólo entre sí, sino con aquel buen samaritano que los dejó y siguió su camino sin ver atrás, lo vi escupir, era esa saliva espumosa, quizá él también iba de goma.

Doy fe de cuanto vi, y de pronto, entré en trance. Reflexioné. En esta parte del mundo, las historias como esta son el realismo mágico de nuestra vida diaria, el que vio primero Miguel Ángel Asturias. No es ficción, es la realidad bañada en la luz cruda de un sol de mediodía, esa goma miserable que te hace sentir la muerte. Es un recordatorio de que, aunque a menudo invisible, la humanidad florece en los rincones más inesperados, y eso evita que nos matemos a garrotazos y pedradas. Nadie despierta deseando caer en desgracia; sin embargo, en Latinoamérica, siempre se puede estar peor. Agradecer debería ser nuestro primer pensamiento cada mañana. Nunca se sabe dónde terminaremos el día, nada está garantizado.

En esos breves minutos, bajo un cielo implacable, presencié un acto de empatía que trascendía el simple gesto de compartir una bebida alcohólica. Fue un milagro moderno, una afirmación de la vida en las condiciones más duras. Y aunque nunca sabremos más sobre el hombre que compartió su cerveza, ese día se redimió a los ojos del cielo y ahora ustedes, como yo en ese momento, somos testigos.

Todo ocurrió en cinco o diez minutos, el tránsito colapsado de pronto comenzó a circular en medio de la calle convertida en un horno gigante que nos cocinaba a todos. Desde mi posición, entre el ruido constante de bocinas y las voces resignadas, reviví la escena una y otra vez para no olvidarla. Los charas no hablaban; no existían palabras para acompañar su miseria. Sólo el sonido de sus pasos descoordinados llenaba el aire anegado de esmog y bocinazos mientras se apoyaban mutuamente para mantenerse en pie. Sus rostros mostraban un sufrimiento profundo y una determinación sombría, un deseo instintivo de seguir viviendo a pesar de todo. Me animo a apostar que no esperaban esa ayuda y no renegaban de la borrachera de los días anteriores.

Los charas recibieron la cerveza con manos temblorosas, casi en un gesto de oración. Saludaron a su salvador con un choque de puños, sabían que sus manos estaban demasiado sucias para tocarlo. Bebieron esa poción mágica con una solemnidad que elevaba el acto a una escena digna de un cuadro sacro de épocas medievales.

Esta escena, aunque fugaz, queda grabada en mi memoria como un testimonio de la lucha diaria de los marginados y una crítica al estigma que pesa sobre ellos. Detrás de cada persona que la sociedad prefiere ignorar, existen historias no contadas de lucha, desesperación, irresponsabilidad —sin duda— y momentos inesperados de generosidad como el que atestigüé. La vida continúa y aunque no le encuentre mucho sentido yo quiero creer que soy un mejor ser humano, que aprendo algo al presenciar estos eventos.

 

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