
Hombre en vigilia de letras, arte digital
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SOLEDAD...
Un libro bajo el brazo y mil palabras en la cabeza con cada capítulo leí...
LABERINTO...
Soñaba contigo a cada momento.
Soñaba, soñaba.
Pensaba en ti al despertar, inconscientemente, al anochecer.
Pensaba, pensaba.
Soñaba, soñaba.
Pensaba en ti al despertar, inconscientemente, al anochecer.
Pensaba, pensaba.
Estabas acá, clavada, un tatuaje eterno, al menos hasta que me quedara memoria.
Te comía a besos, era un protocolo recurrente. Te volvías loca.
Las caricias eran carreteras de alta velocidad por todo tu cuerpo y que hacían presagiar ese afluente de pasión que me regalabas.
Disfrutaba mecerme en el vaivén de ese flujo erótico y me sumergía en él.
Cabalgábamos en la esencia del otro. Locura total. Volteabas a verme mientras mi intensidad te dominaba.
Mi norte en tu sur y mi sur en tu norte.
Bailábamos sin freno, solo y hasta que las fuerzas nos dieran.
Creamos un laberinto del cual no deseamos salir, pero salimos.
Era un sueño. Te soñaba. Te pensaba. Te comía, te besaba.
Y tu, me volvías loco.
Era un sueño. Te soñaba. Te pensaba. Te comía, te besaba.
Y tu, me volvías loco.
SOLEDAD...
Un libro bajo el brazo y mil palabras en la cabeza con cada capítulo leído.
Mágicos mundos en cada historia, tinta y papel.
Mágicos mundos en cada historia, tinta y papel.
Esa sensación de avanzar de página con el índice o el dedo medio era incomparable, era un elixir difícil de igualar.
De pronto una novela de amor y desamor, de pronto una de historia, con amor y desamor incluidos. O un thriller, o esas de ficción en grado superlativo.
Le llamaban ratón de biblioteca. Devoraba cuanto podía y su imaginación no le cabía más en esas paredes del cráneo.
Su gusto por las letras había despertado aquella mañana cuando cumplía 12 años. Despertó y no encontró a nadie en casa.
Espero algunas horas, se hizo el desayuno como pudo y siguió esperando. Cuando el hambre volvía a dominarlo, seguía sin nadie alrededor. Repitió la receta de la mañana y esperó otro poco de tiempo.
Llegó a la sala de la casa y vio varias torres de libros. Tomó uno y comenzó a leer. A cada palabra en medio de aquella soledad, imaginaba todo cuanto pasaba en esas páginas y cada frase le hacía soñar.
Costaba sacarlo de ese mundo. Pero apareció ella, ese ser que se volvió su cómplice. Y él, le enseñó que no toda soledad es triste, oscura y deprimente.
De cuando en vez ambos se zambullían en sus mundos personales. Disfrutaban esa soledad compartida. El uno para el otro.
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