El retorno de los Niños Flex de Guatemala

Camino por la ciudad todo lo que puedo, principalmente en las zonas 1, 4 y 5. Por eso, si digo que ahora hay un repunte de niños pegamenteros, es porque siento un retorno a la Guatemala de mediados de los años 90.

Niño flex, huelepega, gárgolas, no importa el adjetivo: están de regreso. Creo que la incidencia regresa y ese solo es uno más de los síntomas sociales que padece esta capital. Desconozco si en la periferia o en los departamentos de la república ocurre igual. Pero aquí, así es.

Recuerdo estas historias en particular. Bajo la lluvia, esperábamos por abordar el transurbano en la 12 avenida y 18 calle, zona 1. El grupo de personas nos resguardamos bajo la galera de la gasolinera Puma. Justo en medio de todos había un adolescente sentado en el suelo, no mayor de 18 años, con el suéter del colegio. Moreno, de ojos claros, pero con la vista perdida. Respiraba por la boca cuando no tenía su puño izquierdo bajo la nariz. Todo lo hacía en cámara lenta.

Pasó un momento cuando se incorporó y caminó hasta la banqueta. Luego de ver la vía, buscaba su bolsón, que había dejado justo al lado de la bomba de gasolina. Supongo que no quería que se lo robaran. Entre tanto, intentó gritar: “¡Chácara, Chácara!… ¡pilas que es el último de a Q1!”. Luego regresó a la bomba, tomó el bolsón y regresó para subirse por la puerta de atrás.

En otra ocasión, menos de dos semanas después, caminaba en la 27 calle de la zona 5, justo frente al parqueo con helipuerto que construyen en la iglesia Roca de Ayuda, o la que sea. Poco a poco me fui acercando a una chica, quizá de 16 años, que tenía una botella de plástico, de esa de alcohol de 120ml y rebalsada de pegamento.

Su ropa no estaba sucia, ni su pelo. Caminaba hacia mí, pero era guiada por un señor que la llevaba del codo. El sujeto podría ser su abuelo, pero algo me dijo que no lo era. Era esa vibra rara. Al estar justo a la par intenté cruzar la mirada con ella, pero sus ojos estaban vacíos.

La tercera historia se multiplica en tres o cuatro ocasiones, siempre con la misma persona, justo en el área del monumento al trabajo. Es un señor que se desplaza en muletas. Ahí en el Muñecón se mantiene. Tiene su botellita de pegamento en la boca. A veces está desparramado en el suelo, otras en el arriate viendo al cielo, intentando avanzar u hojeando un periódico viejo. Nunca me he atrevido a hablarle. Mi morbo no llega a tanto.

Pero Eduardo Galeano sí. Escribe en el libro Patas arriba, apartado La fuga, 2: “En las calles de México, una niña inhala tolueno, solubles, pegamentos o lo que sea. Pasada la tembladera, cuenta: -Yo aluciné al Diablo, o sea que se me metía el Diablo y en eso, ¡pus!, quedé en la orillita, ya me iba a aventar, de ocho pisos era el edificio y ya me iba yo a aventar, pero en eso se me fue mi alucín, se me salió el Diablo. El alucín que más me ha gustado es cuando se me apareció la Virgencita de Guadalupe. Dos veces la aluciné”.

A veces me pregunto qué hubieran escrito Kafka o Lovecraft de haber nacido en Latinoamérica.

Esta columna fue publicada en revista Contrapoder

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