Eddy Roma

Querido delincuente


Sé que buscás otros contenidos cuando deslizás tu mirada por la pantalla del teléfono. Pero en el improbable caso de que te encontrés con estas líneas, quiero decirte que no hace falta que intimidés a la gente con los relatos de tus hazañas pasadas —e insinués tu pronto regreso a los asaltos a mano armada— si no aceptamos los ricos y deliciosos chocolates rellenos de crema con sabor a café que nos pasás ofreciendo cuando te subís al bus al lado de tu fiel y diligente compañero. Tampoco hace falta que nos sermoniés antes de que encendás tu reproductor portátil y comencés a improvisar rimas, algunas logradas, otras no tanto, acerca de la dureza de la vida en las calles.

Con la falta que hace reír, aunque sea de nuestras desgracias, ¿qué te cuesta contar aunque sea un par de chistes? No necesitamos que nos pongan nerviosos camino del trabajo o yendo de regreso a casa. Bastantes preocupaciones tenemos para que vengás vos y usés las palabras como armas con el registro alterado para sacarnos unas cuantas monedas de a quetzal. Un chiste bien narrado, mejor si alude a personajes siniestros extraídos de la política nacional, ayuda a liberar tensiones, aligera el ambiente, fácil te podés sacar varios billetes de a cinco y hasta diez quetzales. Si te gusta asustar a la gente con tu aspecto y el tono de tu voz, ¿por qué no recreás los cuentos de espantos y aparecidos que tanto renombre le dieron a nuestra tradición oral? A lo mejor tu hermana menor amanece con el pelo bien trenzado porque le gusta al Duende, y la Llorona clama por sus hijos cerca del desagüe a flor de tierra que atraviesa la calle donde vos vivís.

Tampoco hace falta que te pongás a pronunciar tus discursos con esa seguridad que da envidia. Vos no habías nacido, tus papás tampoco, cuando ciertos personajes se subían a las camionetas. Pasaban repartiendo chicles y dulces envueltos en papel celofán con un cartelito que decía, si bien recuerdo, «dispénseme, soy sordomudo». Eran igual de molestos, algunos se ponían bravos si no les recibían sus paquetíos, pero no pronunciaban ni media palabra. Se cuidaban de no hacerlo, aunque más de alguno daba la hora cuando se la preguntaban.

Por cierto, ya que estamos en confianza, ¿dónde aprendiste a expresarte con tanta elocuencia delante de los pasajeros amontonados en el bus? ¿Tienen ustedes su escuela de oratoria, hacen concursos para elegir al que mejor sepa discursear y a ese lo mandan a peinar el área mientras los demás mantienen bajo perfil para evitarse más ingresos a la cárcel? ¿O todos proceden del mismo molde maestro a la manera del fabricante en serie de los Centinelas, los implacables perseguidores de los X-Men? Reconozco que tienen más talento que todos esos individuos de saco y corbata que gastan fortunas para sacar sus maestrías en universidades privadas para hacerse llamar «coach».

Y va mi aclaración no solicitada: no acepto tus dulces porque a saber dónde estuvieron antes de que los sacaras de la caja que acarreás de una parada a otra. Tampoco sé si te lavás las manos después de que orinás en cualquier pared, poste del tendido eléctrico o llanta de camión parqueado en línea roja, a la vista de todos los que pasan en sus carros o caminan por las banquetas. Los sobres de esos ricos y deliciosos chocolates con su fecha de vencimiento impresa al dorso vienen repletos de gérmenes, bacterias y microbios; no quiero recibirlos como huéspedes. Tendrás mi dinero y todo lo que llevo a cuestas (excepto mis libros, ¿para qué te sirven?) si me mostrás tu cuchillo o me apuntás con tu pistola.

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