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Disertaciones en torno a si el humano tuviera cola
¿A quién le menearías la cola?
Sería interesante ofrecer una charla y a quien va por el pasillo decir adiós con la cola levantada.
Las chicas lucirían sus moños importados de China y las parejas caminarían enlazados por la cola, en una mano llevarían el teléfono celular y en la otra los libros y cuadernos.
La ropa sería diseñada para lucir las colas y no entorpecerlas. Un agujero bonito en la parte superior y posterior de la falda, acaso un cierre en el de los varones.
Sin dificultad treparíamos árboles para aterrizar la pelota atorada por ahí; nos guindaríamos en alguna rama para echar relajo, acaso dormiríamos colgados como murciélagos después de leer un libro en el patio.
Habríamos aprendido a repartir sopapos, dos patadas por aquí, un puñetazo por allá, un coletazo oportuno más acá.
Veríamos al chico, chica de nuestros sueños y la delatora cola se adelantaría a las palabras. ¿Me extrañaste? La cola sin esperar se agitaría junto a los latires de nuestro tierno corazón. Y si alguien nos ignorara, nuestros amigos y conocidos fingirían no ver nuestra cola, quizá enrollada, para después conversar entre ellos: está enamorado/a, y mal correspondido/a.
En otras circunstancias y ante la provocación de un mal vecino, alguien podría preguntarnos: ¿Tuviste miedo? Y la cola indiscreta, agazapada entre las piernas, respondería. Habríamos aprendido a farfullar, como los perros, algún sonido que potenciara nuestro miedo y acompañara los movimientos de aquella extremidad. Un par de centímetros abajo y esa parte tan pudibunda de nuestro cuerpo a la que llamamos de diferentes y vergonzosos nombres, nunca le habríamos llamado cola.
Y en la combi [microbús público]:
— Tenga cuidado señora, no le vayan a prensar la cola.
— Oiga, me está metiendo la cola en la nariz.
Y en la fiesta, el grupo musical a través de su animador:
— ¡Con la cola arriba!, ¡Con la cola arriba! ¡Ehh!,
— ¡Todos aplaudiendo! ¡Todos aplaudiendo!
— ¡Hagan una rueda! Síiii, ¡hagan una rueda! ¡Todos de la cola! ¡Todos de la cola! ¡Que algarabía señores!, aunque no se me ocurre con precisión si la cola sería recargada en el hombro, el brazo o la cintura del vecino.
Pero los chuchos ¡Por Dios!, los perros en la calle han de haber provocado la pérdida de esta importante herramienta en la humanidad. En la madrugada y después del baile la gente por la calle: unos bolos, otros medios crudos ¡Ahí viene un chucho! Y de inmediato la cola agitándose sin ton ni son, las señoritas remilgadas la recogerían entre sus torneados brazos al ritmo de ayes de espanto; el varón caballeroso aportaría la suya para defender entuertos y una que otra vez el perro se aferraría a la cola del humano entre gritos y ladridos burlones frente a duelistas avergonzados y ofendidos que, con la cola entre las patas, dirían para sí: ¿Cola? ¿Para qué tenerla? Y quizá nos la recortaríamos de tanto en tanto como un grito de la última moda.
Los grupos conservadores levantarían sus voces ofendidas, cola en ristre: nuestros conceptos sobre moral e inmoralidad se alterarían. Los grupos de izquierda tomarían las calles defendiendo el derecho a decidir sobre aquel apéndice nuestro y se harían leyes poderosas para defender el uso que decidiéramos darle.
Ahí tendríamos a Mr. Darwin explicando las causas de la aparición de la cola en la historia del hombre. Y nosotros a nuestros dichos: ¡tengan cuidado, que la vida no es cola de humano y, por lo mismo, no retoña!