
- De amor y otras drogas
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Todos tenemos derecho a soñar
Advertencia: esta columna contiene spoilers sobre ser adulto en Guatemala.
Uno de estos días iba en la línea 7 del Transmetro, cuando un niño le preguntó a la señora con la que viajaba, desconozco si era su madre, sobre cuando los visitaría Santa Clos.
Mientras me preparaba para oír el típico speech de mamá, ella respondió en un tono bastante alto: “Santa Clos no existe, es un invento para sacarle dinero a los papás. El único ser que hace regalos sin condición es Jesús”.
Les juro que lo primero que hice fue voltear a mi alrededor, para ver si había más niños cerca y pedirle a los papás que les taparan los oídos. Por suerte no había, porque la señora seguía dándole al sermón como predicador de la Concha Acústica con altoparlante.
Días más tarde, escuché a un pastor asegurar que la Navidad se trataba de Jesús, no de Santa Clos, quien era un invento de la Coca-cola, ni de El Buki. Perdón pero con la coquita y el poeta del siglo no te vas a meter, bebé.
¿No les parece que cada vez el discurso evangélico en Guatemala se pone más agresivo? Como exasistente a estos servicios, sé que Santa o los ayudantes de su taller nunca han sido de su agrado, pero decirlo de forma tan ruda, como si todo el mundo necesitara saberlo, es demasiado.
Yo no tengo pedo con que los papás les digan a sus niños que crean en Santa, los Trolls o Pedro el escamoso. Conforme mayor me hago y más vivo en Guatemala, más creo que debemos cuidar la magia e incentivar los sueños durante la infancia. La vida adulta está muy cabrona.
Tampoco tengo problema con los padres que hablan con “la verdad” desde el principio, es su forma de prepararlos para el mundo. Pero pues: hacélo en la esfera privada, decíselo a tu hijo, no a todo el Transmetro.
También conforme más adulta soy, más admiro al verdadero Jesús, él que se sentaba en la mesa y compartía con todos, sin prejuicios. No creo que él hubiera tenido problema con que la gente estuviera feliz o esperanzada en este valle de lágrimas.
En lo personal, yo “dejé de creer” en el señor del traje rojo a los 4 o 5 años. Mi prima, un año menor que yo, me dijo: “¿Si sabes que esos regalos que están bajo el árbol no los trajo Santa? Fue tu mamá o Liliana (mi tía favorita) quien los puso allí”.
Igual yo cada año iba a tomarme la foto con Santa a un centro comercial, hasta que a los 7 di el estirón y ya me veía demasiado rara sentada en las rodillas de un extraño. A mí me gustaba recibir regalos, sin importar si venían del Polo Norte o del Paiz Utatlán. Es más, todavía me gusta ja, ja.
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