Eduardo Villalobos

Ya casi es de noche

—Vamos —me dice sin sobresaltos, resguardada por la indiferencia que parece una mínima brisa sobre su cara.

La sigo. Adivino que no tiene prisa, pero tampoco quiere perder el tiempo. Ha de ser una mujer acostumbrada a no esperar nada, a no preguntar, a encajar bien el desprecio o la soledad.

En las gradas imagino el torso, la espalda ya un poco gruesa en la que, sin ropa, ha de caer el pelo largo como una cascada enrevesada y turbia. Ella se detiene y se da la vuelta para verme, para ver mis ojos hurgándola. No dice nada y luego de un breve momento de tensión, de un silencio forzado y tenue, continúa el camino.

—Hace frío acá —le digo, pero hubiera podido ser «qué oscuro» o «ya casi es de noche».

Ella no contesta. Parece embebida en avanzar, concentrada en taconear sin perder el equilibrio, en sostener el ritmo constante con que ahora golpea las tablas del segundo piso.

—Nadie me ha preguntado ni me preguntará por qué lo hago, pero yo diría que es porque siempre me ha gustado jugarme la suerte, apostar —le dice de pronto a la puerta que nos aguarda. Intento ensayar una respuesta, pero no se me ocurre nada y decido el silencio.

De un ropero angosto saca unas fotografías. «Este es», me señala un rostro a la izquierda, casi borroso, en camisa de manga larga y corbata. «Aquí se ve mejor», me dice en voz más baja, ahora frente a una escena de playa donde lo ocupa casi todo un tipo regordete y sin pudor.

Busco en las otras imágenes la silueta de la mujer. Me intereso especialmente en las escenas de playa. No aparece en ninguna.

—¿Y de qué murió? —pregunto por fin.

—Digamos que no se portó muy bien conmigo.

Me quito la camisa y le dejo cuidadosamente sobre una silla. Ella me observa, un poco burlona y suave.

—Momento, primero tienes que jugar conmigo —me dice mientras saca del ropero la camisa y la corbata del difunto. Me las tira, junto a un traje negro con manchas de moho y un olor insoportable a suciedad.

No digo nada. Yo sí tengo prisa, yo sí espero algo. Me angustian tantas cosas desde hace tan poco tiempo. Descubro, sin sorpresas, que la ropa me queda perfectamente bien.

Cuando estoy completamente vestido de nuevo, ella sonríe, se tiende en la cama y me extiende los brazos.

Empiezo entonces a sudar, y en la noche recién nacida diviso a la mujer como un pez brillante. Permanece inmóvil sobre la cama. Está llena de escamas. En sus ojos hay otros peces viéndome. Siento de pronto asco y fe.

—No puedo —le digo, un poco vacilante—. Me marcho. Me voy. Feliz noche.

Pero saca de algún lado una pistola. No dice más.

Y yo tampoco.

 

 

 

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