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La tiranía del criterio
«Eso ya no le pasa a mi generación», me decía hace poco un amigo artista,
refiriéndose a ciertas pugnas que se dan entre algunos grupos en el medio cultural. Me quedé callado, pensando precisamente en las muchas descalificaciones, boicots velados, omisiones deliberadas, roscas exclusivas que se dan entre los contemporáneos de mi amigo. Pero como él no participa de esas acciones, como ya era tarde, como hacía un par de días había tenido una larga y estéril discusión sobre las estéticas del cangrejo, terminé por no decirle nada.
Es evidente cómo estas rivalidades hacen daño a los pocos espacios que este país genera. En algunos casos es la ambición la que produce la anulación del otro. Pero también está el ego, tan propio de los artistas. Y también está el interés económico o de poder. No se trata acá de promover una actitud complaciente y superficial, pero he visto a cierto personaje muy prestigioso de nuestra cultura halagar chaqueteramente a otro personaje, y cinco minutos después, a sus espaldas, arremeter contra él con mucho veneno. Pero lo que más me ha sorprendido es cómo quienes se dan cuenta de la acción no le dicen nada. Por el contrario parecen celebrar su, digamos, “cara múltiple”.
Pero cada cual hace de su vida lo que quiera. Lo que intento decir, lo que verdaderamente me molesta, es cómo debajo de muchos discursos de la cultura subyacen imperceptibles odios personales, ambiciones veladas, dobles intenciones. Y eso influye en la percepción de la gente en relación con ciertos autores o ciertas obras. Miren cómo ha sido vilipendiado Asturias, cómo olvidamos a Gómez Carrillo, cómo idolatramos ciertas propuestas que han caído pronto en el olvido.
Digo estos ejemplos para no hablar de los actuales. Hay artistas muy valiosos, pero como están fuera del aparato cultural son desconocidos. Hay otros que han sabido ganarse un prestigio a punta de buenas maneras y buenos contactos. Porque, seamos claros, son unos cuantos los que deciden qué es lo que vale la pena y qué no. Los demás repiten sus discursos obedientemente, entre otras cosas porque no han ejercitado el criterio. Tal libro es bueno, dicen, aunque no lo hayan leído, y el tal otro es malo y no merece siquiera una lectura.
Escribo todo esto pensando en la realidad guatemalteca. ¿Por qué asumimos también con el arte un criterio masificado y hegemónico? ¿Por qué pequeños grupos les dicen a los demás qué es bueno y qué no? Está muy bien proponer una visión crítica para la discusión, si es honesta, pero tengamos cuidado. No vaya a ser que, como en la política, sean otros los que terminen decidiendo por nosotros el porvenir.
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