Una limpia con hongos y Gato Negro
Gato Negro © Autor desconocido

Una limpia con hongos y Gato Negro

Una limpia no autorizada con drogas; y de escenario, un concierto en la Universidad de San Carlos de Guatemala. 
Hongos y vino
 
Era una tarde de depresión. Típica de 2014 o 2015. Ya no hago distinción alguna porque fueron cuatro años de llantos, culpas y arrepentimientos por alguien que nunca valió la pena.
 
La vida era una rutina: tediosa, insatisfactoria y ya nada tenía sentido. Vivía por vivir, me levantaba por inercia y trabajaba para que mi salario costeara mis vicios. Esos que me hacían olvidar (o por lo menos sobrellevar) lo miserable que me sentía desde hacía ya muchos meses.
 
Lo bueno era que no estaba sola. Éramos varios los descorazonados que le teníamos rabia al “amor”, que de lindo y romántico no tenía ni mierda.
 
Fue así como recibí el inbox de una de mis aleras. Que para no revelar identidades, llamare únicamente “La Cheve”, un derivado de su nombre, que además varios asociábamos con su vida de locura y parranda.
 
Fiesta que se había vuelto en luto y tortura, gracias a la mal obra de un pizado (cuando no), egoísta y descorazonado.
 
Ella, igual que yo, andaba tratando de sobrevivir con un corazón roto
 
que ardía en furia al recordar los momentos que la habían partido en pedazos.
 
“La Cheve” me propuso ir a la U, porque, en época de cierres, todo por allá se trata de vicios y fiesta. Fue un día entre semana, porque para las chingaderas no hay día específico. Después de sacar mi trabajo, la pasé recogiendo por la sexta avenida, en medio de ese tráfico denso que se arma en días lluviosos.
 
Nos vimos, nos saludamos con un abrazo, como sintiendo compasión por la situación de cada una. Emprendimos el viaje hacia nuestra alma mater y en el camino,
 
ella me ofreció una exquisita mezcolanza a la cual yo no me pude negar.
 
Una bolsita llena de psilocybes cubensis, mejor conocidos como hongos San Isidro y dos botellas de nuestro querido vino, Gato Negro. Ya saben, de ese que siempre está en oferta en La Torre.
 ¿Carménere, Merlot, Cabernet Sauvignon? Quién sabe, después de un par de pipazos copados con buena mota, solo agarre un buen puño de honguitos y me los tragué con la ayuda de ese fino jugo de uvas fermentado. Porque eso de masticarlos es asqueroso, saben a moho y
 
si te ponés a pensar que salieron directo de una plasta de vaca, vomitás antes de haberlos engullido.
 
Para ese momento no habíamos ni siquiera atravesado los portones del periférico. El tráfico era intenso pero menos mal íbamos bien armadas para hacerle huevos. Por fin entramos, encontramos un parqueo y seguimos nuestro camino como era la costumbre. Caminar hasta el recinto donde estaban nuestros “amigos”, todos ya volando en una nube densa de marihuana, y ahí esperar a que se armara la party.
 
Ambas con una botella en mano. De pronto me sentí como Mario Bros.
 
Ya saben, ese fontanero gordito de gorra roja que, cuando encuentra un hongo, se lo come y lo llena de energía. Así sentí como poco a poco ese combustible orgánico me llenaba de energía desde adentro, consumiendo poco a poco ese letargo diario e infinito que me regalaba mi depresión.
 
De pronto me sentí aburrida, en medio de esa multitud de “amigos” que hablaban por hablar y se reían por reír.
 
Veía para todos lados porque mi lado masoquista, esperaba ver a ese susodicho mal nacido que me había roto el corazón.
 
De pronto, un ruido en la plaza central hizo voltear mi cabeza. Lo que escuchaba me hacía sentir nostálgica y feliz. Sin pensarlo me paré y salí corriendo para escuchar de cerca de qué se trataba.
 
Parada frente al escenario, con el cuerpo adormecido por el vino y las energías a mil por los hongos, mis pies no dejaban de saltar. Ya no importaba nada más, solo seguir ahí.
 
Era los Malacates Trébol Shop, ya se, la banda que se vendió a la Gallo y que muchos dejaron de seguir por volverse comerciales.
 
Pero para mí, la banda con la que descubrí el ska, cuyas canciones me transportaban a la adolescencia. En serio ya no importaba nada, ni el peso de mi mochila, ni ese pisado que nunca apareció. Lo único que podía hacer era saltar y cantar a todo pulmón todas mis canciones favoritas. Este no es otro relato de una grupie. Era genuinamente una masa de carne rebotando por toda la Plaza de los Mártires, movida por el combustible de los hongos que recorría todito mi cuerpo.
 
Y como si nada, empecé a llorar.
 
Luego a cagarme de la risa, y después a temblar. El temlereque lo cambié por una profunda tristeza, la misma que mantenía mi depresión anclada a cada uno de mis huesos y volví a llorar. Pero después volví a reír como niña.
 
La cosa se volvió una catarata de sentimientos y sensaciones incontrolables. Era como que todas ellas se habían vuelto liquidas y viajaban a mil por hora a través de mi torrente sanguíneo.
 
Expresándolas en estallidos que de verdad no podía controlar, pero que se sentían deliciosas cada vez que salían. Lloraba mientras reía, sollozaba de tristeza mientras bailaba pogo. Me río de la vergüenza por no llorar cada vez que lo recuerdo. Me agarraba la cara porque mi sonrisa era demasiado grande y mis lágrimas también.
 
Entre la gente encontré a un par de amigos que se veían aburridos, y en medio de mi euforia, trataron de contagiarse de ella con un abrazo que yo no pude corresponder de tanta emoción.
 
Claro, la empatía resultó imposible porque ellos no estaban tan drogados y borrachos como yo.
 
Pero el intento valió la pena. Me despedí y seguí con mi travesía.
 
Como no me quedaba quieta, paré rebotando al lado del escenario y un tipo con toda la cara de pervertido me ofreció comprarme una cerveza. Nunca fui de aprovecharme de los hombres para sacarles algo, pero ese día me peló.
 
Se la acepté y él creyó que ya había ligado. Pobre.
 
Me aseguré de que la sirvieran en un vaso desechable, directo desde la lata, para evitar cualquier envenenamiento mal intencionado. Regresé al concierto y me tragué la cerveza casi sin respirar. El tipo no pudo hacer nada más que resignarse a perder Q20 en alguien que nunca le soltaría nada. En mi interior celebré su cara de pervertido indignado y continué con mi baile.
 
Al final de cuentas no recuerdo como paró la cosa. Sé que traté de subirme al escenario a hablarle a uno de los integrantes. No en vano ni por grupie.
 
Fue porque uno de ellos asistió a la Fraternidad Cristiana conmigo,
 
cuando ambos éramos adolescentes y no estábamos “corrompidos por las cosas mundanas”. Obviamente él no se recordaba de eso y yo, trastabillando, mejor me bajé del escenario cuando me di cuenta que ya estaba haciendo el ridículo. No se cómo llegue a mi casa, pero mi carro y yo estábamos enteros, a excepción de mi cabeza y mi sistema digestivo, que sufrían de una goma severa.
 
Los días de depresión siguieron, los llantos siguieron.
 
Con el tiempo superé al malnacido, pero no gracias a los hongos, esa ya es otra historia. Sin embargo, nunca olvidé esa mágica mezcla de San Isidros y Gato Negro que me hizo experimentar todas las sensaciones y todos los sentimientos al mismo tiempo. Todos en uno.
 
A veces pienso en regresar. Volver a ese estado de hongos y vino.
 
Mi vida es otra. Entre reuniones de trabajo, cuando escucho las típicas conversaciones de señoras en el almuerzo con mis compañeras del banco. Cuando escucho lo que sus hijas hacen.
 
Cuando me preguntan por mi época universitaria, solo digo, “Tranquila, solo iba a la Frater”.
Última modificación Martes, 24 Octubre 2023 14:46
(2 Votos)

Deja un comentario

Asegúrate de ingresar todos los campos marcados con un asterisco (*). No se permite el ingreso de HTML.

  1. Lo más comentado
  2. Tendencias

Zona 4, 4 AM, ¿A dónde fui?

0

Por Autor invitado: Mompy

Entrevista a Ronald A Ramirez MacKay

0

Por Gabriel Arana Fuentes

ELECTRIC HEAD

...

Por Dr. Gonzo / IA

NIN: Clavos de nueve pulgadas

Aquellos jóvenes inconformes e insatisfechos.

Por Álvaro Sánchez

Ese miércoles infernal presencié un mila…

Historias insólitas de ciudad.

Por Gabriel Arana Fuentes

22 AÑOS...

...

Por Rubén Flores

next
prev