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Dejen a Miguel Ángel en París
No hay marcha atrás: Miguel Ángel Asturias Amado aprobó la repatriación de los restos de su padre, el novelista y poeta Miguel Ángel Asturias (Ciudad de Guatemala, 19 de octubre de 1899-Madrid, 9 de junio de 1974), galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1967 (el año del Verano del Amor, el Monterey Pop Festival, el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, el Are You Experienced?, Tres tristes tigres, Cien años de soledad y «Waterloo Sunset»), detonador involuntario de la carrera literaria de Guillermo Cabrera Infante (quien parodió las aliteraciones incluidas en los primeros párrafos de El Señor Presidente para escribir su primer cuento, al que nombró «Aguas del recuerdo» y aceptado para su publicación en la revista Bohemia, pago incluido, para eterna mortificación suya: nunca aceptó que le debió su comienzo literario a Asturias) y representante de la creación literaria guatemalteca junto a Enrique Gómez Carrillo en la galería de personajes ilustres sepultados en el cementerio parisino del Père Lachaise.
El vecindario que rodea a Asturias es un muestrario de la cultura universal: ahí reposan Jim Morrison, Oscar Wilde, Frédéric Chopin, Honoré de Balzac, Georges Curvier, Isadora Duncan, Amedeo Modigliani, Édith Piaf, Rufino José Cuervo: la lista es amplia, podría llenar la página entera con nombres y más nombres de escritores, científicos, actores, pintores y escultores procedentes de buena parte del planeta. La presencia de Asturias (y Gómez Carrillo) en el Père Lachaise equivale a la posible admisión de José Azzari y Astro de Oro en el Salón de la Fama de la World Wrestling Entertainment: posiciona a ese diminuto pedazo de finca nombrada Guatemala entre lo mejor que ha producido la mente humana. Todo compatriota culto, en plan becado o turista, apartó su tiempo para presentarle sus respetos a la tumba de Asturias; el común de sus paisanos tiene otros intereses (cenas a orillas del río Sena, visita apresurada a los museos, llegar a lo alto de la torre Eiffel) y eso no es malo. Cada quien va a lo que va.
No me entusiasma la repatriación de los restos de Miguel Ángel Asturias. Si tuviera algún poder y ejerciera alguna influencia, le pediría a Miguel Ángel Asturias Amado que desista de su idea y deje a su padre en París. El sitio elegido para reubicarlo estaría expuesto al vandalismo (más de algún coleccionista de objetos pagaría buen dinero por tener un hueso de Asturias entre sus vitrinas), al escarnio (ahí se asomaría varia gente a reclamarle a grafiti pelado por las propuestas contenidas en El problema social del indio, su tesis de graduación, olvidándose de que ése era el pensamiento prevaleciente entre las élites capitalinas de la época y no se hagan los inocentes: el pueblo raso siempre apuesta a la «mejora de la raza»), a las visitas de alumnos llevados a la fuerza por sus profesores que los alejan de la lectura al asestarles las páginas de Leyendas de Guatemala o El Señor Presidente sin ninguna preparación (a Asturias se le lee con el oído, no con la vista, no es necesario hacerlo en voz alta para captar sus resonancias: todo el caudal de su poesía se vertió en su prosa), y a los discursos pronunciados cada 19 de octubre y cada 9 de junio ante el ministro de Cultura y Deportes, funcionarios del Gobierno, congresistas, representantes de los cuerpos diplomáticos acreditados en el país, editores, poetas deseosos de que los miren y los tomen en cuenta, catedráticos universitarios y demás fauna vestida para la ocasión. La novedad atraería a los peregrinos por algunos meses; luego acabaría como otra tumba perdida entre el monte.
De más está decirlo: Asturias se hizo escritor en París. Allá trabó amistad duradera con los novelistas Alejo Carpentier y Arturo Uslar-Pietri; se encontró con el poeta César Vallejo; saludó al pensador Miguel de Unamuno; estuvo expuesto al magisterio del poeta y ensayista Alfonso Reyes; asistió a las tertulias presididas por el poeta Vicente Huidobro; asombró al profesor Georges Raynaud, quien no le quitó el ojo de encima al contemplar en carne viva ese perfil de monolito recién encontrado en Quiriguá; aparte de traducir el Popol Vuh y los Anales de los Xahil junto al escritor José María González de Mendoza (basados en las versiones francesas preparadas por Raynaud), el estudio del surrealismo lo llevó a encontrarse con la raíz indígena que todo mestizo guatemalteco porta en su interior por muy blanqueado que esté tras sucesivas cruzas. Desde lejos padeció la ocupación de Francia por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial; dedicó parte del contenido de su radioperiódico el Diario del Aire a difundir y a defender la causa francesa (a pesar de las simpatías del dictador Jorge Ubico por los países del Eje hasta que las presiones de Estados Unidos lo obligaron a cambiar de bando); escribió el poema «Con el rehén en los dientes», canto a Francia publicado el 14 de julio de 1942, aniversario 153 de la toma de la Bastilla, por la litografía Zadik y compañía. Todo eso le fue reconocido cuando cesó sus funciones como representante de Guatemala ante la República Francesa en 1970: «En cuanto a la Legión de Honor, sabía que al terminar mi misión de embajador que se me la daría como a otros embajadores, pero nunca imaginé que sería al grado de grand officier, que es el de jefe de Estado. En los años en que [Charles] de Gaulle hizo su llamamiento desde Londres, yo dirigía un diario en Guatemala y contribuimos con nuestro apoyo y una gran propaganda a la causa de Francia libre. El ministro [Maurice] Schumann manifestó en su discurso que por mi contribución se me daba ese grado; él tenía en sus manos un gran legajo que era todo lo que yo había escrito y dicho apoyando esa causa. Ha sido para mí sumamente satisfactorio pues estimo a Francia por muchos conceptos y la considero un poco mi patria espiritual» (1).
Y fue en la embajada guatemalteca instalada en París donde el 19 de octubre de 1967, el mero día de su cumpleaños, a un año de que su nombre sonara como posible receptor del Premio Nobel de Literatura (en 1966 estaba seguro de que lo recibiría, el poeta Rafael Alberti le aseguró que ya estaba aprobado; llegaron cineastas suecos a entrevistarlo y filmarlo en Roma; el presidente italiano Giuseppe Saragat le pidió que se retratara con él, seguro de que estaba a la par de todo un Premio Nobel; al otro día se lo concedieron al israelí Shmuel Agnón, nativo del imperio austro-húngaro, y a Nelly Sachs, alemana radicada en Suecia, ¿quién los lee ahora?), recibió la llamada telefónica donde le anunciaban que obtuvo el galardón más codiciado por todo escritor clasificado a la Liga de Campeones. En resumen, París le dio la proyección mundial que posee a pesar de sus detractores (con el novelista José Donoso a la cabeza, échenle un vistazo a su Historia personal del boom) y eso que su obra aún no tiene los lectores que merece en todo rincón donde se hable, se escriba y se exprese en idioma español. ¿Se imaginan a Asturias enclaustrado entre los cuatro rincones del barrio de la Parroquia Vieja de la Nueva Guatemala de la Asunción, con su paisaje repleto de nubes, volcanes y campanarios sacudido cada cierto tiempo por los terremotos y los cuartelazos?
Así que de tener algún poder, y si ejerciera alguna influencia, le pediría a Miguel Ángel Asturias Amado que desista de su idea y deje a su padre en París. Allá coloca a Guatemala entre las lumbres de la cultura forjada entre Europa y América desde el siglo XVIII hasta el sol de hoy; acá sería otro monumento librado al descuido y el abandono. Es ingenuo pensar que la repatriación de sus restos unirá a los guatemaltecos; el solo anuncio, divulgado en primicia por el periódico Página/12 de Buenos Aires, ya dividió en bandos opuestos a los lectores-escritores ubicados en ciertas zonas de Ciudad de Guatemala, los municipios absorbidos por el área metropolitana, Quetzaltenango y demás rincones donde haya gente que se siente a teclear en su computadora o a escribir a mano en su cuaderno. Está quién lo celebra con alegría y quién lo deplora con encono.
Por supuesto, esto no desvela a los mecánicos que invaden las aceras para reparar sus armatostes, a los adolescentes sin licencia para conducir que cruzan las calles de barrios y colonias a todo escándalo armado por sus motocicletas sin placa de circulación, a los aficionados que asistieron a los partidos de la selección nacional de futbol contra Dominica e Islas Vírgenes Británicas, a los migrantes que están por cruzar en balsa el río Suchiate para pasar de Ciudad Tecún Umán a Ciudad Hidalgo (y se encomiendan a Jesús o a la Virgen para que no los agarre la policía mexicana o los narcos del cartel de Sinaloa, ¿cómo podrán pagar la deuda que tienen con el coyote?), a los hermanos que asisten a los cultos celebrados los viernes, los sábados y los domingos (apegados al estricto contenido de la Biblia, sin fijarse en las vanas obras de los hombres) y a los supervillanos del Ministerio Público. Pero nos importa a cuántos sabemos que la presencia de los restos de Miguel Ángel Asturias en el cementerio intramuros del Père Lachaise da la medida de lo que alcanzó como escritor y como ser humano. Soy más partidario de Londres, paso de largo por París, pero seguro agarro camino al Père Lachaise con el único objetivo de detenerme ante las tumbas de Jim Morrison, Oscar Wilde y Miguel Ángel Asturias si tuviera el dinero (lo siento Modigliani y lo siento Gómez Carrillo, no alcanza el tiempo para ver a todos los demás). Y como la decisión de Miguel Ángel Asturias Amado está tomada, ya no será posible encontrarse con el Gran Lengua en el lugar donde merece seguir y estar. No es justo que lo priven de su patria espiritual.
Nota
(1) Declaración tomada de la entrevista sin firma incluida en la edición de El hombre que lo tenía todo todo todo publicada por la editorial Bruguera, de Barcelona, número 4 de la colección Club Joven, en febrero de 1981.
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