La vejez es un viejo ebrio que quiere besarte

Solemos juntarnos con Enrique al menos una vez por semana. Son ya muchos años de amistad y rutina que, a estas alturas de la vida, aunque no quisiera verlo, siempre lo haríamos.

Soy un hombre de pocos amigos. Supongo que a él le pasa igual.

Ese viernes quedamos para vernos en uno de los tantos bares que solemos frecuentar. Unas cuantas cervezas y hablar de lo mismo. Es decir, problemas financieros, el día a día en la oficina, de cómo se empiezan a sentir los primeros achaques de la edad y claro está: mujeres.

Porque ¿de qué más pueden hablar un par de cuarentones pateados por la vida, un viernes por la noche?

Tomé un taxi y me dirigí al punto acordado. Tengo la costumbre de bajarme del taxi unas cuadras antes en ciertos lugares. Y no es por paranoia. Más bien porque me gusta caminar por la ciudad. Y esta especialmente me gusta, porque es como provocar a un perro rabioso atado. Pongo mi mano frente a sus fauces, veo como trata de morderme. Verlo escupir espuma y escuchar sus furiosos ladridos. Sé que está amarrado y que no me hará daño. Pero ¿qué pasaría si un día se revienta esa cuerda?

Pues es eso lo que disfruto al recorrer este lugar.

Llegué al lugar y le marqué al celular, avisé que ya estaba ahí. Me respondió que estaba a minutos de llegar. Mientras lo esperaba, me entretuve viendo los escaparates de las joyerías. Todos llenos de anillos de compromiso.

La mayoría de muy mal gusto.

Pensaba que tal vez, algún día, entraría por el puro gusto de experimentar qué es comprar una sortija. Me divertía pensar qué le diría a la encargada de la tienda cuando me preguntara por la supuesta futura esposa. ¿Le contestaría que “no sé si habrá una algún día”?

Seguí y me detuve en otro de los locales, para ver de cuánto era el premio de la lotería esta vez. Nunca compro, pero me gusta pensar en las bacanales que haría si la llegara a ganar. Tal vez por eso nunca adquiero uno. Estoy seguro que lloraría sangre en una mañana de resaca severa al saber que ya no tengo un centavo.

Entre al bar y con mi mejor vista panorámica, busqué un lugar en cual sentarme y esperar a Enrique. El lugar en donde más me gusta sentarme es justo debajo de la cabeza de un toro. Todos los lugares están separados por divisiones de madera, pero este es distinto, el toro hace la distinción. Es como si se tratara de un altar dedicado al dios Apis. Me da la sensación de una cápsula en donde puedo ver todo y a todos sin que me jodan. Me gusta beber en paz.

Pero ese día no tuve suerte.

El lugar estallaba de lleno. había un sin fin de almas perdidas sedientas de alcohol y con muchas ganas de ahogar las penas, lo antes posible. De pronto, una mesa se desocupó, un grupo de uniformados de alguna empresa la abandonaban. Cada uno parecía ser una copia peor del anterior, pero todos usando la misma camisa. Como pude me abrí paso entre la gente y una que otra mesera, para tomar el lugar antes que me lo quitara.

-¿Cómo me le va jovencito?- Me dijo la mesera que suele atenderme siempre. Le agradecí por lo de jovencito. Ella suele recordarme que tenía un hijo de mi edad. Que siempre sería su niño y para ella  jamás sería viejo. Solo le sonreí y le agradecí de nuevo.

-¿Va a querer su cerveza de siempre?- me preguntó. Le dije que a como había ido en la semana me urgía. Ella dio una carcajada tapándose la boca y me dijo que inmediatamente regresaba con ella. Volteó a verme y antes de que lo olvidara preguntó: ¿Boquitas de salsa, guacamol y frijoles verdá?. Ella solo confirmó lo que ya sabía. Pero así es la costumbre y no la culpo por eso. Le respondí que sí. Aunque ella seguramente también sabía mi respuesta.

En lo que esperaba por mi cerveza, y como siempre, me puse a observar a las personas del lugar. Ví a los oficinistas que están dispuestos a beber como si el mundo se fuera a terminar en unas horas, a los viejos con sus jóvenes amantes gastándose lo que les queda del mes. Invierten lo poco que tienen en canciones rancheras con los mariachis ambulantes. Alguna que otra familia y los voceadores de periódicos vendiendo los últimos ejemplares del día.

Finalmente mi cerveza llegó, al mismo tiempo, vi entrar a Enrique y con una sincronización casi perfecta, ambos tomaban su lugar respectivo en la mesa. Le dije a nuestra mesera que fuera por otra cerveza más.

-¿Qué onda manito como te va?- Me dijo Enrique, mientras nos dábamos el respectivo abrazo protocolario.

-Bien mano, llegando luego de mamarme este tránsito de mierda- le decía mientras resoplaba, volvía a recordar los años de vida que dejo en el tránsito siempre que voy en taxi.

Como siempre, antes de pasar a los temas de interés en común, Enrique y yo nos poníamos al día de nuestros respectivos días. La cerveza fría refrescaba nuestras gargantas y más importante aún, el corazón.

Desde la posición en la que estaba sentado, podía observar, no solo la puerta sino que también la barra, y a la larga lista de personas sentadas en los taburetes. Y en medio de la barra, note a un hombrecillo de ojos saltones que no dejaba de mirarnos.

Era un hombre mayor ataviado con un traje café. Daba la impresión que en cualquier momento, sus prendas iban a terminar en el bote de basura. Una camisa color crema y una corbata a medio poner. Su pelo hacia un lado resaltaba más su edad. Parecía un muñeco de ventrílocuo, de esos de película de horror.

No le preste atención y seguí mi conversación con Enrique. Para ese momento el tópico era nuestra economía. Es decir: para cuantas cervezas nos alcanzaría esa noche. Fue entonces que el hombrecillo se bajó escalando del taburete y caminó directo a nosotros. Yo lo seguí con la mirada. Pasó de largo y se fue directo al baño. En un momento clave de la conversación, sentimos la presencia de este hombre. Se manifestó parado a un extremo de nuestra mesa. Y por lo que pude observar, reventaba en alcohol.

-Buenas noches- le dijo Enrique. Yo lo observaba como haciéndole notar que nos estaba interrumpiendo.

- Jóvenes ¿cómo les va?- Nos dijo.

El hombrecillo era de esos tipos que con solo verlos se puede saber hasta como suena su voz. Y no me equivocaba. Sonaba como me la había imaginado, con una voz rasposa.

-¿Me puedo sentar con ustedes?-.

Volví a resoplar, porque, lo que menos quería en mi mesa era a un extraño. Y de los dos, Enrique es el políticamente correcto. Respondió que sí.

-Soy Licenciado-, acto seguido hizo énfasis en el título académico. Como diciéndonos: “Estoy borracho pero soy mejor que ustedes”.

-Pues buenas noches “Licenciado”, dije remarcando de nuevo la palabra pero con sarcasmo.

A veces puedo ser un tipo detestable.


- ¿Cómo le va?- Le preguntó Enrique. A lo que él le contestó.


- Ahí patojo, más o menos, tratando de llevarla. Porque todo es una mierda ¿no lo creen ustedes?.     

- A veces así es licenciado. Pero qué se le va hacer. Afortunadamente para eso está la cerveza-, respondimos casi en coro.

- El licenciado hizo una pequeña mueca a modo de risa, y como pudo le hizo señas a otra mesera. Pidió un ron con Coca Cola.

En ese momento me resigné a que el Lic. no dejaría nuestra mesa. Decidí, para llevar mejor la cosa, preguntarle sobre la vida. Buscando una dosis de sabiduría. En mis 40, siempre vivo con la duda sobre si estoy haciendo bien las cosas. O si todo ha servido para nada. Pensé preguntarle a alguien mayor si, después de todo, las cosas valían la pena conforme el tiempo pasa. Tal vez podría ayudarme.

Licenciado- digo en busca de una manera de encontrarle el lado filosófico a la situación-  ¿Un hombre de su edad y experiencia me puede decir si las cosas se ponen bien, de algún modo, mientras uno va entrando en años? ¿Es posible que así sea? ¿Qué piensa usted?

Me miró con sus ojillos de sapo. Al punto de incomodarme, porque no respondía nada.

- Todo es una mierda- me contestó enfático.

- Todo, todo, todo patojo, es una mierda. Mirame, soy un licenciado y trabajo para el gobierno y esos hijos de mil putas me quieren joder. ¡Losssss malditosss me quieren joder!- gritó exaltado.

-Lo lamento licenciado- intervino Enrique.

- Miren, aquí estoy chupando porque esos cerotes me quieren joder! Años y años trabajando para esos hijos de puta ¿y qué me quieren hacer? ¡Chingarrrr! Eso es lo que quieren.

Insistí y le pregunté sobre qué era lo que le querían hacer.

-¡putaaaaaaa! ¿Qué putas vas a entender vos?, vos no sabes nada de la vida-. Me respondió sin quitarme sus ojos saltones.

- No’mbre Lic, tranquilo, solo le preguntaba.

- Estoy tratando de irme a la mierda con mi mujer, lejos de aquí. ¡Pero esa pisada también me está jodiendo!

Al parecer su esposa era también parte de un complot en su contra.

-Si yo solo busco amor, que me entiendan o acaso ¿eso no es amor también? Eso es lo que le digo a mi esposa cuando me la estoy chimando ¡que me entiendaaaaa y que se haga shoooo, por la gran puta!-

Con Enrique nos miramos la incomodidad, era evidente en nuestros ojos la mirada de emergencia. Le hice un gesto para indicarle que nos fuéramos cuanto antes.

-Vos patojo (le dijo a Enrique) ¿vos sabes lo que es cogerte a tu mujer y tener ganas de llorar? Me la cojo con rabia a veces. Ya la he verguiado un par de veces también. Yo sé que esa pisada me quiere joder igual que el gobierno-.

Yo ya no lo escuchaba. Buscaba la mejor vía de escape a esa perorata absurda que ya me desesperaba.

-Pero a la mierda nos vamos a ir, me la voy a llevar, y a la mierda estos hijos de puta del gobierno. ¡a la mierda los voy a mandar!-

En ese punto de la noche no lográbamos entender cuál era el enojo y por qué el gobierno lo quería joder. Mis intenciones filosóficas se habían ido por el mingitorio del baño. Eso no lo dudaba.

-Patojo vení, acércate- le dijo a Enrique y él solo movió un poco la cabeza hacia adelante para escuchar lo que tenía que decirle.

-Vos sabes que yo lo único que quiero es amor. Eso te queda claro ¿verdá?- le dijo.

-Sí licenciado, claro que lo sé- Le respondió Enrique. No quería contradecirlo. El licenciado le puso su diminuta mano en el hombro y le dijo.

- ¡Es una mierda patojo!, es una mierda llegar así como estoy, a mi edad sin amor y que te quiera joder todo el mundo.  

- Lo sé, lo sé licenciado- respondía Enrique con el peso de toda la vergüenza ajena del mundo sobre sus hombros.  

- Je, je, je, je, je…vos no sabes ni mierda….- luego el lic perdía sus ojos entre toda la gente que salía y entraba al bar.

Y en ese momento, como si todo sucediera en cámara lenta, vi como el licenciado se dejaba ir hacia delante, buscando la boca de Enrique. Su mera era besarlo. Yo vi como los ojos de mi buen amigo casi se salían de sus cuencas. Y como si fuera un gato contorsionista, vi como su cuerpo hacía una maniobra para quitarse del camino de los delgados y viscosos labios del licenciado.

-¡Tranquilo hombre! ¡Tranquilo licenciado! Le dijo Enrique aún sobresaltado por el impulso sorpresa del Lic. El licenciado solo reía con una risa altanera, como si nos dijera que solo se trataba de una broma. Broma mis huevos.

Enrique le seguía diciendo que se tranquilizara y mientras eso pasaba yo aproveché para escaparme a la barra para pagar y huir.

-¿vos querés que te jodan o no?- Escuchaba desde la barra que el Lic le decía a Enrique.

Yo buscaba la mirada de Enrique para hacerle la señal de que ya había pagado y que nos largáramos. En ese momento vi como el Licenciado buscaba a la mesera de nuevo, seguramente para pedir otro trago y cuando volteó, para buscarla vi como de un salto, Enrique se paró y atravesó dos sillas saltando para salir de ahí. Sin detener nuestro paso, nos dirigimos hacia la puerta. En mi huida el morbo me venció y me convertí en Edith, la esposa de Lot. A riesgo de convertirme en estatua de sal, voltee a ver al Licenciado. Encontré sus ojos fríos, como cuando mi vista se cruzó con la de él horas antes.

Se quedaba solo de nuevo.

Juro que hasta la cabeza del toro en la pared volteó a verme. En ese momento la puerta del bar se cerró frente a mis ojos.

Enrique y yo salimos a pasos apresurados, viéndonos y a la vez riéndonos, confundidos por todo el surrealismo vivido solo unos minutos antes.

-¡Jajajajajajaja!– me carcajeaba cuando recordaba el intento del licenciado de besar a Enrique.

-¡Shooooo, jaajajajaja, shoooo, qué putas! ¿Mano, qué putas le paso a ese Don?– Decía Enrique.

-¡Fue tu culpa mano! Por qué chingados le dijiste que se sentara con nosotros, jajajajajaja-

No dejaba de reírme. Pero en el fondo era una risa amarga. Sentí escalofríos de pensarme de esa manera. ¿Será posible que yo termine como un viejo de ojos saltones sentado en la barra de un bar? ¿Pensaré que todo es una mierda y, vapuleado por la vida, trataré de besar al primer cabrón que se siente a mi lado?

Afuera en la calle, vi como Enrique buscaba entre sus bolsillos un cigarro.

-¿Tenés cigarros? Me preguntó. Pero como soy fumador ocasional esa vez no tenía cigarrillos que compartir.  

-Voy por unos ahora vengo- cruzó la calle y se dirigió con la chiclera que además es cuidacarros.

Esperaba a Enrique cuando a mi lado pasó un hippie de rastas quién, a escasos tres metros de mí, se detuvo. Sin la menor de las vergüenzas se sacó el pito y se puso a mear. Le valía una mierda si lo miraban o no. El chorro apestoso empezó a caer en la banqueta y vi como el líquido empezaba a deslizarse lentamente hacia mis zapatos. “¡hijo de puta!”- pensé.

El líquido se acercaba más y más, y a centímetros de que la meada rozara mis zapatos, di un pequeño brinco y la esquivé. Entonces caminé a la esquina y pensé de nuevo en el Licenciado. Me preguntaba si así como los orines del hippie, el desencanto de habitar en esta ciudad lo había alcanzado. Con la diferencia de que él no había podido saltar y la meada, cual marea, lo revolcó en su peste.

Estaba en mis cavilaciones cuando la mano de Enrique me ofreció un cigarro. Lo tomé y encendí. Caminamos despacio por la avenida. Algunos skaters pasaban a toda velocidad a nuestro lado. Nuestras siluetas empezaban a desvanecerse. Las calles no dejaban de recordarme que la ciudad es la única que no está dispuesta a envejecer.

 

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