Decir adiós a mamá

Entre lo último que dijo mi mamá antes de morir fue “no llorés. Recordá las cosas buenas, celebralo”. Y aunque lo intentamos sus hijos y toda la gente que la quisimos no es tan fácil. Su muerte fue un arrebato para todos.

Hoy es la primera vez que vuelvo a nuestra conversación de Whatsapp para leerla y escuchar sus notas de voz. Desde su muerte no he tenido el valor, volverla a escuchar también duele. Como hoy celebramos sus 70 años, lo hago para rememorarla y escribir su epitafio. Vivir esto es más complicado de lo que parece, a dos meses de su fallecimiento la ausencia no ha disminuido.

Empezaré diciendo que en varias ocasiones me pidió su obituario adelantado y siempre le dije que no. Me enojaba la solicitud. Incluso, días antes de enterarnos de su operación y del malestar que provocó la cirugía, fui a desayunar a su casa.

“Me enoja saber que si muero no voy a leer lo que vas a escribir de mí. Quiero que lo escribás ahora, sino, no lo podré leer”,

respondí muy molesto “¡¿No, cómo se te ocurre?! ¡No podría, no funciona así!”. Y me interrumpió:

“Es que soy tu fan, siempre leo todo lo que escribís, incluso las notas que no me gustan. Pero me gustaría leer una en la que me describás, así cómo lo hacés”.

Semanas después, en la habitación de la clínica en la que esperábamos por su operación le dije: “Te escribiré un texto para tus 70 años. Mama, eso sí, tu elogio no lo voy a escribir mientras estés en vida, es llamar a la muerte”. Sonrió mucho, me abrazó y escuché “¡Gracias, hijo!”. ¿Cómo saber que sería de las últimas conversaciones que tendríamos? La vida siempre juega a reírse de los demás.

En la habitación hablamos de todo, me contó unos cuantos secretos, algunas instrucciones por si salían las cosas mal, y cosas que solo escucharon mis hermanos. También recordamos su juventud, cómo íbamos a piñatas en los años 80 y 90, y de cómo ella sola iba con nosotros cuatro en bus urbano. Ahora que lo pienso por un momento, creo que fue gracias a sus amigas que mi mamá pudo ir llevando la vida. Siempre dijo que Mayra era su verdadera hermana, lo mismo con Ingrid, Edna o Margarita. Las quería demasiado, con algunas hablaba todos los días. Fueron amigas durante casi 60 años, es una fortuna que casi nadie tiene. Siempre estuvieron ahí para mi mamá y viceversa.

De niños fuimos testigos de cómo convivía con ellas. Reía, bailaba, cantaba a gritos y recordaba aquella época de los años 60, cuando fueron pioneras de las minifaldas mientras escuchaban a los Beatles. Durante años, verlas juntas fue ver a un grupo de mujeres que viajaban en el tiempo, a la juventud. Todas brillaban con sus anécdotas. Perdón por la nostalgia y la melancolía pero no puedo dejarlas, tampoco la tristeza. Justo ahora todas esas frases cajoneras tienen sentido, “es una herida que no sana”. Ahora, cuando la recuerdo, siento una bola de clavos en la garganta, no puedo tragar y siento un vacío. Ella amaba a los Beatles, yo no, sin embargo fue la que me enseñó a escuchar a los Doors, amaba Light my fire, no puedo ni pensar en la canción sin quebrarme por dentro.

Cuando la conversación se puso más seria, me dijo que pese a todo había sido muy feliz. Que ser ama de casa y dedicarse a sus hijos fue su mayor logro. Fue su elección, estar ahí, luchar por sus hijos y sacarnos adelante, más de 40 años dedicados a sus hijos. “Mama ¿Cómo pudiste?” le pregunté, y respondió con insistencia y determinación. “Porque estoy orgullosa de ser su mamá, de lo que lograron. Yo los vi desde pequeños crecer y ver lo que son ahora, todos ustedes son mi orgullo, aunque a veces sean malcriadotes”, luego sonrió.

Llegaron las 15:30 horas del 7 de abril, debía salir a la operación y lo hizo entre risas y con la actitud que la caracterizó hasta el final. Las siguientes horas se convirtieron en una odisea cruenta para ella. Lissette se tuvo que someter a una histerectomía. Luego de tener cinco hijos y con 69 años era momento de remover el útero. Sin embargo, durante la cirugía se presentaron varias complicaciones y 28 horas después, falleció en el área de shock del hospital Roosevelt.

No entraré en detalles de su fallecimiento, fue todo muy rápido y pese a ello sí teníamos sus instrucciones si algo salía mal. Y por algo lo hizo, aún después de su muerte, hubo quien intentó mancillar su memoria y cuestionó sus decisiones, en cualquier caso quien no esté de acuerdo que vaya al cementerio y le pregunte. Quizá eso era lo que me dolía de mi mamá, que no se permitía decirle a toda la gente inmunda que se acercaba a hacerle daño, que gentilmente tomaran su opinión y se fueran mil veces a la mierda. Pero mi mamá no era así, quizá por esos sus hijos no aguantamos mucho eso de que el prójimo venga a abofetearnos la cara.

En ese espacio entre la operación y su muerte destaco dos eventos. El primero fue cuando fui a la puerta de la sala de operaciones y mientras me explicaban las complicaciones que resultaron en la operación, pude ver de lejos otra habitación, en la que nacía un niño. Recordé la ironía de la vida, a la izquierda mi mamá comenzaba un conteo regresivo hacia su muerte, y al frente venía un niño al mundo. Fue extraño.

Lo segundo fue cuando ingresé al hospital a reconocer sus restos. Me dijeron que había fallecido a las 18:30 horas pero al ingresar al área de shock me topé con mi mamá tibia y conectada a un respirador artificial. El médico fue un imbécil al no darme ese dato, pero no reparé en ello. Pude verla una última vez y recordé su principal instrucción,

“no quiero estar llena de tubos, ni tripas, ni nada. No quiero que mis últimos días sean así. No quiero eso”.
Retumbaban sus palabras en mí. Estaba frente a mi madre desvanecida, solo veía una sombra de la mujer que les enseñó a sus hijos a ser humanos, a tener empatía por los demás, a no rendirse, a sonreír, a no repetir los errores que ella había cometido en su vida. La primera en creer en ellos.

No haría un berrinche, debía aceptar que el viaje de mi mamá en esta vida había terminado. Luego de aceptar un poco la escena, de intentar serenarme, de dejar de temblar, le pregunté a una doctora, o creo que lo era, cuál era el aparato que debía apagar para que dejara de funcionar el respirador y si podía apagarlo. No podía verme a los ojos, no creo haberle hablado mal, pero miraba al suelo, le insistí “¿es ese interruptor?” la doctora asintió, lloraba.

Le dije dos o tres cosas más a mi mamá. La peiné con la mano, quería darle un beso de despedida, pero el covid, la mascarilla, el riesgo… aunque me arrepiento de no haberlo hecho, sé que de verme me hubiera llamado la atención. Era irresponsable hacerlo, pero era mi madre, aún estaba viva, o bueno, estaba tibia… En fin. No lo hice. Le dije que no se preocupara, que cumpliría lo que me pidió, que la honraría con mis actos, que nos apoyaríamos con mis hermanos. Vi que eran las 19:24 horas y apagué el respirador, o lo que creo que era, de todos modos mi mamá ya no estaba ahí. Salí del hospital, comenzó a llover. Avisé a mis hermanos, a sus amigas y a su familia.

Ya un poco en calma durante su velorio, estábamos en la funeraria escuchando a los Beatles, tal y como fue el deseo de mi mamá. En ese momento cercano a la medianoche, Alejandro y Waleska atendían visitas mientras René y yo acompañábamos el féretro, no queríamos que estuviera sola. Fue entonces que me dijo: “Mi mamá tuvo una vida demasiado complicada. Podíamos hacer una película de su vida por todas las cosas que le pasaron. Deberías escribir un libro”, me dijo. Le comenté que alguna vez se lo planteé a ella. Creo que su estoicismo era ejemplar, no digo que fuera libre de errores, pero estoica sí que lo era, fue su principal lección, no rendirnos aunque perdiéramos batallas, incluso de manera consecutiva. Ella demostraba que nada debía hacernos dudar de nosotros mismos. Debido a ello le plantee escribir sus memorias, pero me contrarió, fue enfática. Que no lo hiciera, que nadie debía saber los pormenores de su vida, al menos, los que nos compartió. No tengo dudas que pese a que me contó varios secretos y razones de los porqués de su vida, muchos más se llevó a su tumba.

Insisto en su estoicismo, incluso diré que era demasiado, y le agregaría mucha tenacidad, porque nada, nunca, pudo robarle la sonrisa y la actitud, la gente que la quiso y conoció lo sabrá. Y lo más importante, Lissette no era una positiva tóxica, al contrario, era una positiva funcional que celebraba los pequeños triunfos que logró en su vida, y que todos los retos que las circunstancias por decisión o imposición le pusieron no lograron quebrar. Fue la única en creer en nosotros, desde siempre y durante un buen tiempo fue la que nos alentó.

Lissette también nos enseñó a no ocultarle nada, a hablar todo lo que nos ofuscara y a tocar los temas que nadie más quiere tocar. Incluso días antes de la operación hablamos acerca de lo que quisiera en su funeral. Y dijo que al momento de la cremación pusiéramos una canción: The Rain, The Park & Other Things. Y ahora que ya me sé de memoria la canción entiendo que es ella la canción.



“La vi sentada en la lluvia/ las gotas caían sobre ella/ parecía no importarle/ La vi sentada ahí y me sonrió. Entonces supe que ella podía hacerme feliz”. Y es que así era ella, quien diga lo contrario no la conoció de verdad. Nada le borraba la sonrisa de su rostro. Ni la gente que siempre la criticó por ser quien fue. ¿Cuántas veces no escuchamos, “Doña Lissette, yo quisiera que usted fuera mi mamá”? me rio con amargura, recuerdo que de niños eso nos enojaba.

Con mis hermanos todos pasamos ya de los 30 y vemos a mi mamá y todo lo que hizo, y ninguno podría igualarla. Su vida siempre fue estar contra la espada y la espada, y pese a ello nunca pudieron con ella. Nos sacó adelante a mis hermanos y a mí y no sé cómo lo hizo. Será otro de los misterios que se llevó.

Tras su muerte recibí mucho apoyo de mis amigos, cada quien a su manera, a quienes se lo agradezco, pero hubo uno que me preguntó: “¿Estás bien con ella? ¿Le dijiste todo lo que sentías?” y la pregunta me dio paz. Porque sí, siempre le dije todo a mi mamá, lo bueno, lo malo, lo que me daba vergüenza, nunca me quedé con nada y lo platicamos todos. Pero hay más cosas, ¿y lo nuevo por contar?, lo que no le podré compartir es lo que me tortura. Las cosas que ya no pudo ver. Restaurantes nuevos por probar o pasteles… simplemente eso ya no ocurrirá.

En fin, fue mejor así. Pensar a mi mamá entre la quimio y la radio, no es sano, no me hubiera gustado verla ahí. “Se muere cada vez que vas a la quimio, morís un poco cada día, cada vez que ves a tu familiar con la sonda”, me dijo otra amiga. Aunque, si mi mamá lo hubiera querido, estaríamos acompañándola en ello, pero ella siempre fue enfática en eso. “Si tengo cáncer, nada de quimio ni radio, ¿para qué?”. Creo que por algo pasó todo esto.

Tras morir, mucha gente se acercó a acompañarnos. hago la broma que mucha gente de varias religiones se acercaron a decirnos que estaba ya en presencia del padre, durmiendo a la espera del despertar, o aguardando por el retorno de Cristo, que se ha vuelto luz, y variantes similares. Y la verdad me propuse creerles a todos, ella está en un mejor lugar, en todos esos cielos o en la iluminación, ella tendrá un lugar asegurado en cualquiera de esos lugares. Pero era católica y tuvo su rezo, sus misas, todo según la doctrina.
El día de la cremación, el sacerdote hizo el ritual de exequias. Con mis hermanos, fuimos a muchos de ellos como acólitos en nuestra infancia católica, estar ahí, en el de mi mamá también fue un recuerdo a esa época. El sacerdote citó el evangelio de san Juán, y pues claro que hay consuelo en esas palabras. ¿Quién no quiere volver a ver a sus muertos? ¿Escucharlos de nuevo? pero bueno, no hablaré de eso.

Entre los primeros recuerdos que tenemos de ella, Waleska menciona uno que ocurrió por 1993: “estaba muy pequeña, creo que tenía 4 años, pero en frente a donde vivimos hay una casa de retiro. En esa época en lugar de pared había un seto de ciprés que rodeaba toda la propiedad y con un poco de esfuerzo se podía ver lo que había dentro. En esa casa siempre tenían animales, en una parte tenían patos y cada vez que deseaba verlos le decía a mi mamá que me cargará para poderlos ver, por mi altura no alcanzaba a verlos. Mi mamá siempre los hizo durante años, incluso aún teniendo yo 8 años, lo seguía haciendo apresar que ya estaba muy grande. Mi mamá siempre fue muy cariñosa, hizo todo lo que estuviera en sus manos para poder darnos esos pequeños momentos de felicidad que a mí como niña me hacían muy feliz, ver los patos y gansos de la casa de enfrente. Le agradezco a mi mamá por eso y por los muchos sacrificio que hizo por todos sus hijos, de verdad una mamá como ninguna otra”.

Para René, creo que, si no estoy mal, que es de 1990: “El primer recuerdo que tengo es el estar en una piscina e ir hacia ella. estaba asustado por descubrir que no es agradable que el agua entre por la nariz. Ella, como siempre, me tomó en sus brazos y me abrazó. Este sería el primer abrazo que tendría en mi vida y que la marcaría para siempre”.

Yo recuerdo que en una sobremesa, mi mamá estaba tomando café. Yo era muy pequeño, me acerqué y le pregunté por lo que comía. Me cargó y me sentó en su regazo. Tenía un pan dulce en la mano y yo sentía su aliento con olor a café. La abracé y le di un beso en el mentó. “Dejame tomar mi café en paz, vos” me dijo, luego sonrió.

Lissette Fuentes tanto que recordar y celebrar por tu vida. Descansa en paz madre querida. Te llevaremos en nuestra mente, con nuestras acciones buscaremos honrarte, cada día será duro por tu ausencia, pero no nos rendiremos, justo como nos enseñaste. Adiós, mamá.

Entre los proyectos que tenía mi mamá era grabar sus recetas.

 

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