Doctor Gonzo

«Las traducciones son puentes entre civilizaciones»

El nombre y la obra del poeta Giovany Emanuel Coxolcá Tohom (San Andrés Semetabaj, Sololá, 1986) rebasaron las fronteras locales cuando hace cuatro años obtuvo el Premio de Poesía Editorial Praxis convocado en México con su tercer libro, Don Quijote y las memorias de Ixmucané.

No tiene inconveniente con el formato electrónico: así se acerca a los títulos que no se asoman en nuestras librerías. Evoca los cuidados que brindaban a los libros escolares en su casa para que pasaran de uno a otro hermano y prefiere la obra de Sergio Pitol a los libros escritos por Jorge Volpi. Y no se diga más: pasen a leer.

¿Cuántos libros tiene tu biblioteca?
No los he contado. Hace tiempo traté de llevar la cuenta. Eran tiempos de buscar a los clásicos, en ediciones pirateadas, o de buscar libros citados por alguna autoridad literaria. Hace tres años volví a encontrarme con Emilio, de Rousseau, uno de los primeros libros que leí a conciencia; era la misma edición, ya con la tapa descolorida. En donde vivimos ahora, tenemos poco espacio para libros, así que procuramos tener lo necesario. Parte de mi primera biblioteca se quedó en la casa de mi hermano mayor y una parte mínima en la casa de mi hermano menor.

¿Cómo los tenés organizados: por autor, por temas, por áreas lingüísticas o indiscriminadamente?
A la par de El mundo como flor y como invento puede aparecer un ensayo de James Boswell o de Bertrand Russell y, dos libros después, un tratado de literatura infantil. Quizá en épocas de estudio o de investigar un tema, alineo momentáneamente los que necesito, para después devolverlos a su desorden natural. Eso sí, me gusta tener ejemplares de lo que los críticos llaman literatura universal. Por allí andan la Ilíada, la Divina comedia, Don Quijote, El paraíso perdido o Los miserables.

¿Qué criterio seguís para comprar: un criterio racional, la recomendación de un amigo, las críticas que se publican, o te dejás llevar por el impulso?
Al principio, los compraba a partir de la portada, después, a partir de la sugerencia de otro autor. Llegué a Chesterton y a Conrad por Borges. Otros más, por mero accidente. Leí hace más de una década Doktor Faustus, de Thomas Mann, porque antes leí Fausto, de Goethe y a él había llegado por un curso de literatura europea en la universidad. En las páginas preliminares de Werther leí que la obra más importante del autor era Fausto. En esos días hubiera sido feliz de haber podido adquirir La trágica historia de Fausto, de Marlowe, Fausto, de Goethe y Doktor Faustus, de Mann. Traté de adquirir las versiones de Don Juan, empezando con Tirso de Molina. Compré Las mil y una noches, una edición en dos tomos, para leer el relato del que se basó Calderón de la Barca para escribir La vida es sueño.

Las críticas no siempre son confiables. A Borges se le fue la mano con elogios a La invención de Morel, pero es razonable. Siendo amigo de Casares, se le perdona la deslealtad a la literatura. Si uno lee con cuidado las opiniones especializadas o información de contratapa, funcionan para todos los libros: «Lo mejor de nuestro tiempo», «Una obra que refleja el espíritu de una época…» «La autora x tiene un dominio de la lengua pocas veces visto en lo que va del siglo…». Con los libros guatemaltecos pasa eso y con los libros en general. A lo que llamamos canon literario no es más que propaganda hegemónica; pero se requiere de un esfuerzo enorme para librarse por un instante de esa maquinaria.

A veces confío en el criterio de amigos. Por citar un ejemplo, si he de elegir entre leer a Juan Villoro o Vicente Leñero, me quedo con Leñero, el primero es prescindible; entre leer a toda la generación Beat o leer Bajo el volcán, me quedo con Lowry, entre Jorge Volpi y Sergio Pitol, me quedo con Pitol. Hay quienes no estarán de acuerdo conmigo y eso está bien. De eso se trata el ejercicio de la lectura. La lectura consiste en elegir o descartar.

Ahora, para comprar un libro reviso las primeras páginas y si no me gusta, lo dejo.

¿Qué hacés para controlar la superpoblación, la cantidad excesiva de volúmenes?
No tengo ese problema, porque no he podido comprar todos los que quisiera. Hace algunos años hice una selección para que mi hermano mayor los utilizara con estudiantes de educación básica y diversificada. Me pareció una forma de revitalizar los libros personales. Siempre he lamentado no poder comprar más libros. Una parte de mi biblioteca está conformada con los que mis amigos me han regalado. Ahora que lo pienso, sin los amigos no habría llegado a obras geniales.

¿Recordás el primer libro que leíste?
El libro almanaque Escuela Para Todos. Antes de ese, en la casa tuvimos el libro Nacho. Primero le sirvió a mi hermano mayor, después lo utilicé yo, ya con el lomo cosido con hilo de color verde limón y con la tapa reparada. Aún puedo ver a mi madre tomar la aguja y sentarse a coserlo, en una tarde de domingo perdido a finales del siglo pasado. Ese libro fue importante a nivel familiar y para mis contemporáneos de la primaria, que años después cruzarían el desierto de Sonora, en busca del «sueño americano». No recuerdo si todavía llegó a servirle a mi hermano menor. Durante nuestra educación secundaria, pedían algunos títulos, sobre todo a mi hermano mayor: le compraron Emilio y Pedagogía del oprimido, pero el costo de estas obras era al equivalente a una semana de trabajo para mi padre o 25 días de tejido de mi madre. Por el esfuerzo que implicaba comprarlos, debíamos darles un cuidado casi sagrado. Recuerdo que mi padre nos pedía que le mostráramos el libro recién comprado, cuando volvía del trabajo, con las botas de hule llenas de lodo y la camisa empapada de sudor.

¿Cuál es el ejemplar más valioso que poseés?
Es difícil decidirse por uno. La decisión de Sofía, de William Styron, Las uvas de la ira, de John Steinbeck, Redacción en movimiento, de Carlos López, Los grandes cementerios bajo la luna, de Bernanos… Hay libros con valores extraliterarios, me pasa con la novela de Steinbeck. El ejemplar que tengo se lo debo a Aracely Batres, una amiga de un corazón inmenso. Compró ese libro para mí en una época difícil. El tambor de hojalata es obsequio de José Arturo Monroy. Ante esas muestras de amistad, uno vuelve a confiar en la humanidad. Hablaría de mis deudas literarias con Carlos López, César Medina Lara o José Luis Perdomo, pero ellos han sido un magisterio personal posible y de eso ya he dejado constancia en otros espacios.

¿Cuál es el libro que más veces has releído?
Guatemala, las líneas de su mano o El arco y la lira, también, Pedro Páramo. Con Rulfo tuve miedo la última vez. Empecé a entender sus juegos con el tiempo y repite el mismo truco en cada capítulo. Con Borges me pasa algo parecido. Después de leerlo, empiezo a fijarme en sus muletillas retóricas o frases que se vuelven lugares comunes en el universo borgeano. A los autores clásicos hay que leerlos con algo de fe. Porque, después de todo, toda creación humana es perfectible.

¿Qué te hace abandonar la lectura de un libro? 
El dominio de la lengua. Es como el pan. Si comprás un pan y a la primera mordida advertís una mosca dentro, dejás de comerlo. También es como la cosecha: si alguien te ofrece un par de mangos podridos, no los vas a comprar y si los comprás, no los vas a comer. A nadie le gustan las tortillas de maíz picado, tampoco las tortillas tiesas o quemadas. En eso, aplico el rigor que aplicaría un campesino al ver a su hijo ejercitarse en la siembra. 

¿Qué obra famosa no terminaste de leer?
La de Joyce, pero en el tercer intento logré terminarla y me quedo con esta frase: «Sobre las ruinas del tiempo edificaremos el templo de la eternidad». Recuerdo a varios que me vieron con la novela del irlandés y me sugirieron que lo leyera en inglés. Si a esas vamos, tendríamos que leer Las mil y una noches en árabe, Edipo rey en griego, la Eneida en latín, Crimen y castigo en ruso, las Sendas de Oku en japonés o el Memorial de Sololá en kaqchikel: las traducciones son puentes entre civilizaciones. Volviendo a la pregunta: aunque la obra de Joyce es una proeza de la erudición y de la inteligencia verbal, no es de las obras maestras que me convencieron. Para mí es más grande Doktor Faustus.  

¿Hay títulos de los cuales tenés más de una edición?
El Quijote, el Popol Vuh y varios de poesía.

¿Tenés un lugar específico para los libros que escribiste o editaste, eso que podríamos llamar la egoteca?
No. De mis libros publicados no tengo un solo ejemplar y tampoco guardo copia electrónica. Del más reciente, por ejemplo, no tengo ni uno. Y si de los anteriores hay un ejemplar es solo porque los he firmado para Ilina. De los que he editado tampoco conservo copia, ni física ni electrónica.

¿Leés sólo libros impresos o también electrónicos?
Sin las plataformas electrónicas no habría podido leer La enciclopedia de los muertos, de Danilo Kiš, poemas japoneses del siglo xx o Kafka en la orilla. La era digital tiene sus ventajas.

¿Acostumbrás prestar libros a tus amistades?
Siempre. Es la extensión de la confianza.

¿Devolvés los libros que te prestan?
Cuando era niño y alguien me prestaba un mecapal o un machete, la regla tácita era devolverlo. Con los libros no soy diferente.

¿Cuáles son tus hábitos de lectura? ¿Tenés un lugar y un horario fijos para leer?
No. Dadas las circunstancias, aprovecho cualquier momento para leer. Ya no me quedan horas para estar en una biblioteca o para terminar una lectura, por disciplina. Me he vuelto selectivo. Si un libro no me convence durante las primeras páginas, lo descarto. A menos que se trate de trabajo.

¿Acostumbrás subrayar y anotar los libros que leés?
Antes lo hacía más. Aunque siempre es necesario, hay frases con un resplandor inusitado, que tienen el poder de cambiarte el estado anímico. La otra razón es para calcular cuánta maleza retórica incluyen los autores en sus grandes obras. Octavio Paz, por ejemplo, me ha servido para estos ejercicios, incluso Borges. Mi intención no es descalificar una literatura que ya tiene un lugar en la historia y, aun, en la eternidad. Lo hago para no molestar a los escritores vivos. En una entrevista con Enrique Noriega, coincidimos en que los escritores tienen el ego muy blindado.

¿Sos monógamo para leer o leés más de un libro a la vez?
Justo ahora llevo diez o doce lecturas. Entre libros impresos y libros en formato digital.

¿Qué libro estás leyendo ahora?
El hombre sin atributos, de Robert Musil, una lectura que se ha rezagado, Viaje al fin de la noche, de Celine, el Memorial de Sololá, La lectura en los jóvenes: cultura y respuesta, de Chaarles Sarland, y varios más.

¿Con qué personaje literario te gustaría tomar un café?
Eso es difícil. El momento más conmovedor del capitán Ahab ocurre en el capítulo que se titula La sinfonía y los personajes de Conrad no están para un café. Más que con un personaje, me gustaría concretar un café con Olga Morales Coxolcá, una prima a quien Platón le hubiera gustado conocer, por la sabiduría en sus palabras. 

Si pudieras quedarte a vivir en un libro, ¿en cuál lo harías?
Difícil pregunta. Los libros que más me atraen (y sospecho que pasa con todos los lectores) son los que reflejan grandes conflictos, pesadillas, pérdidas, derrotas, muertes, tragedias... Te voy a resumir la gran historia literaria del presente siglo: Una mujer de menos de treinta años llora el suicidio de su pareja, todos los días, después de las diez de la noche, cuando ha terminado su jornada de trabajo. Meses después, su papá, que está a punto de casarse, muere tres días antes de la boda. Diez años antes, esa mujer vio morir a su madre, después de un año de agonía. Y eso es solo la superficie de su existencia. La historia podría ser contada por Dickens, Víctor Hugo o Dostoievski, pero es la historia de mi hermana. Te cuento esto porque, cada vez que tenemos ocasión, hablamos de lo que ha significado la existencia para nosotros y porque ella me lo autoriza. Las grandes obras literarias se aproximan a la vida, por eso nos conmueven.

Por último, si alguien quisiera iniciarse en la lectura y te pidiese ayuda, ¿qué diez títulos le recomendarías leer?
Es arriesgado responder a esta pregunta. Mi experiencia más cercana es con Mabel Coxolcá García, una de mis sobrinas. Ahora sé que cometí varios errores, al sugerirle libros. Antes de sus 12 años, le dije que leyera Tiempos difíciles, de Dickens, una gran novela, pero no para una niña de esa edad. Hace 20 años cometí otro error con mi hermana. Me mostró un libro que estaba leyendo: con ilustraciones. Sustituí su lectura con un libro genial, pero no para su edad, ni para sus circunstancias. Con estos antecedentes, puedo intentar una sugerencia:

Lectura en voz alta, una selección de grandes cuentos de todos los tiempos, elaborada por Juan José Arreola.

El principito, de Saint-Exupéry, puede ser una buena lectura.

El mundo como flor y como invento, de Mario Payeras

Voy a cometer un sacrilegio al descartar a Tito Monterroso, pero sus cuentos son una enciclopedia universal y alguien que inicia, por ejemplo, no tiene la información para entender o recordar a Zenon de Elea o al personaje de la Iliada, en el cuento La tortuga y Aquiles.

Antología del cuento triste, de Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs.

Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, ese es un gran libro para iniciar.

Una antología de cuentos, de Tolstoi. 

Cuentos antiguos de Japón.

El Popol vuh.

Mujeres en la alborada, de Yolanda Colom, puede funcionar.

Sugeriría Masacres de la selva. Pocas veces el horror alcanza niveles sublimes de poesía. Mi hermano mayor introdujo ese libro con estudiantes de primer año de bachillerato (hace tiempo) y me conmovió saber que casi todas las estudiantes lloraron durante la lectura. Ricardo Falla, puede sustituir a varios Premios Nacionales de Literatura.

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