
- De amor y otras drogas
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Para el hombre a quien debí llamar papá
Los abuelos ejercen una presencia poderosa en nuestras vidas.
El sábado 23 de junio de 2001, mi mamá y mis tíos me recogieron en mi clase de inglés. Me subí al carro y les pregunté cómo estaban: “Nena, se murió el abuelito”, dijo mi mamá. Me quedé callada. A mis 11 años, yo no sabía lo que era perder a alguien; peor aún, no sabía que él era lo más cercano a una figura paterna que jamás conocería.
Cuando yo nací, mi abuelo materno ya rondaba los 73 años. Evelio era un hombre de cuerpo y semblante duro. Nació en Huehuetenango en 1916 y perdió a su mamá cuando aún era muy joven. Venía de una familia de tejedores y junto a sus hermanos cruzaban a la frontera con México para poder vender sus productos. En esos caminos abandonados, decía, se veía de todo, hasta espantos.
Perfecto, así se llamaba el papá de mi abuelo, era un hombre de más de 1.80m, ojos azules y un gandaya en toda regla. Al punto que cuando una de sus hijas cumplió 15 años, creyó que era buena idea casarla (es decir, venderla) con un hombre mucho mayor. Cuando mi abuelito se enteró de la suerte que le esperaba a su hermana, lo impidió y se hizo cargo de ella.
Durante su juventud, mi abuelo fue algo así como un galán y tuvo 3 hijos antes de conocer a mi abuela. Con la llegada de nuevas empresas, el negocio de los tejedores decayó y tuvo que migrar a la capital y unirse a la Policía. Mi abuelo nunca habló de eso. Supongo que no era su sueño (ni el de nadie), pero eligió hacerse responsable de su nueva familia, de todos sus hijos y hasta de un par de nietos, yo incluida.
Cuando yo lo conocí, mi abuelo ya estaba jubilado. Por las mañanas, cuidaba sus árboles de aguacate, güisquil, nísperos, guayabas y café que improvisó en la parte posterior de su casa. Yo solía acompañarlo y cortaba hojas para hacer “pociones”… porque bruja desde chiquita. A las 1 de la tarde, mientras sonaban los titulares de Noti7, sacaba hielo del congelador y se servía un whisky para el almuerzo.
Mi abuelito era quien iba al mercado. Ya usaba bastón, pero no le gustaba que lo saliéramos a ayudar con las bolsas: él podía solo. Por las tardes, después de una larga siesta en el sillón, se iba a su cuarto y a veces sacaba la guitarra para cantar canciones de Antonio Aguilar. También alimentaba y cubría la jaula del Cherenqueque, su loro.
Mi abuelo nunca me dio un consejo directamente. Tal vez pensó que una niña debía jugar y que ya habría tiempo de ponerse serios más adelante. Aún así, lo vi querer y respetar a mi abuela y a sus hijos, siempre dar las “gracias” y nunca llegar a un lugar con las manos vacías. Lo vi haciendo letreros de “Prohibido tirar basura en la calle” y pidiendo firmas entre los vecinos para que asfaltaran la cuadra.
Efectivamente, tal vez nunca me dio un consejo, pero me enseñó con su ejemplo, como un padre lo hubiera hecho. Y sé que no fue solo a mí: ver a mis tíos Herbert, Haroldo y Jorge ser buenos padres o apoyarme como a una hija, me lo confirma.
Cuando mi abuelo se murió ya llevaba meses enfermo. Entraba y salía del IGSS, pero esa vez que lo llegó a traer la ambulancia yo no imaginé que sería la última. Hubiera querido decirle más, darle las gracias por haber sido conmigo mejor que mi propio padre, decirle lo que de verdad era para mí: “Papá”.