© Iurii Kryvenko

La gloria de los bastardos, parte 1

Existe un gran afrodisíaco para el hombre moderno. La aprobación masculina, la complicidad y el entusiasmo colectivo o dual de quienes comparten entre sí imágenes, videos o

(en el mejor de los casos) a su esposa/novia en persona.

Es bastante sencillo acceder a esta comunidad de hombres con apetitos alfa o tendencias sumisas, quienes intercambian el material capturado en la intimidad de sus relaciones, sin necesariamente el consentimiento a su difusión pública. El tipo de homoerotismo de esos intercambios será motivo para la segunda parte de esta minicrónica.

Ahora, hablemos de una noche entre un cornudo, una hotwife y un toro.

Lo que para muchos sería una verdadera pesadilla: la infidelidad de su esposa, un motivo para un cancionero entero de rancheras, para otros es una fantasía que los lleva al éxtasis. Se trata de una situación controlada, fácilmente explicada a través de un eslogan de playera muy chingonazo:

“My husband likes to watch”.

Ella, Lucía, me conoció en la plaza de restaurantes de un centro comercial. Ya había orquestado el encuentro algunas semanas atrás con Pringles, su esposo. Por supuesto, me compartió fotos de su nalgona compañera de vida.

Era mi destino continuar con la noble tradición que mantenían desde hace años, satisfacer la sed de vergas y carne fresca de Lucía. Y, claro, alimentar al fisgón esposo, quien fotografía o graba los encuentros.

Facilitó mi acceso a ella como el cuckold semi-profesional que es. A los pocos minutos de dejarme solo con Lucía, hice mi movida y la besé. Fueron besos como de adolescentes, entre dos completos extraños. Trasladamos pronto el romance instantáneo, tomados de la mano, mientras Pringles caminaba varios metros delante de nosotros.

Tomamos asiento en una de las bancas en el primer nivel de Galería Los Próceres, mientras los locales empezaban a cerrar y los guardias interrumpían la escena que él observaba con deseo.

Lo que tocaba después era llevar las cosas a la cama. Y así fue.

Pringles reservó una habitación en un hotel del centro, y al finalizar la semana la habitamos por una noche casi entera. Yo no sabría mucho acerca de los rincones íntimos de su matrimonio,

no me interesaban en realidad,

solo aprovechaba a sentir sus nalgas con mis manos subiendo adentro de su vestido... mientras el ascensor nos llevaba al nivel necesario.

Ahora ellos no comparten una cama en su lecho marital, según mis conversaciones recientes con el maestro cuckold. Sin embargo, esa noche nos repartimos las dos camas, en una de las cuales yo le daría varias sesiones de sexo sin preservativo a Lucía, una mujer silenciosa pero cuyas curvas, gemidos y movimientos hablaban más que los archivos generales de la nación.
 
Interrumpimos el sexo, lleno de poses que Pringles anotaba en su inventario mental y grababa en numerosos smartphones (algunos, tal vez usados).
 
Gracias a él puedo saber cómo me veo mientras una dama de cuarenta años me monta estilo cow girl, y su pelvis me castiga con placer.
 
También le he dedicado tantísimas pajas, le confieso, al repetir nuestro clip de video (con acercamientos generosos) en el que cogíamos estilo perrito. La dulce Lucía alternaba colocar sus manos en la cama, o dejarse caer boca abajo y dejar su redondo trasero recibir mis ganas.
 
Esa pose empezó, cuando ella y yo estábamos en nuestra cama y él roncaba.
 
Nuestros gemidos y las nalgadas lo despertaron. No tardó en encender la luz y empezar a grabar. Solo un par de veces Pringles sacó su miembro para que respirara y sintiera la fiesta invitándolo, meneándolo un poco mientras grababa con su mano libre.
 
Nunca tocó a la mujer mientras yo le daba lo que era vital.
 
No los he vuelto a ver.
 
Pringles y yo anticipamos la segunda parte de esa obra de un acto. Como les dije, no sé mucho acerca de si son felices o no. A estas alturas, consternarse no es muy práctico que digamos.
 
Continuará... algún día.
 
 
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