Ese domingo lluvioso, un vago se lanzó contra mi carro

Es poco probable que olvide ese domingo de mayo de 2021, me sucedió uno de esos eventos que sólo pasan en el cine. El rostro curtido del vagabundo, su boca con espuma, y bigote con mocos gelatinosos, decían: ¡Dame dinero, dame dinero!… mientras, sobre el capó, esperaba que yo le diera el dinero que no tenía.

La nube inmensa que cubría la ciudad amenazó todo el día con llover, pero no lo hizo hasta cerca de las seis de la tarde. Si recuerdan cómo eran esos días de mayo, la circulación era poca, resabios de covid-19 he de suponer, y para complicar más el escenario no estaba de humor, aunque nunca lo estoy. Sin embargo, estaba más molesto de lo normal; aunque era un deleite manejar sin tanto auto, no terminaba de disfrutarlo. Ese domingo pasé casi todo el día en gestiones familiares. Consensos, aclaraciones, recomendaciones, rendiciones de cuentas y una que otra mentada de madre…. un domingo cualquiera en una familia de clase pobre alta guatemalteca.

Puedo asegurar que ustedes como yo disfrutan de manejar sin tránsito. Son esos placeres escasos en la ciudad que te permiten relajarte, buscar tu centro de equilibrio y recordar que no hay que hacer los problemas más grandes de lo que son. Evitar la neurosis, “que ese no sea tu domingo”, me decía. Pero no lo lograba. La mala vibra recorría mi ser, más de lo normal. Los años que llevo de terapia a veces fallan.

Tenía que atravesar la zona 1. Venía de la zona 5, y como había pocos carros, bajé al Cerro del Carmen para agarrar toda la 12 avenida y llegar a la zona 10, aprovechar para relajarme, manejando… ustedes me entienden, seguro lo hacen. Entonces comenzó a llover y encendí las luces. Como decía, eran cerca de las seis de la tarde, era una lluvia semicopiosa, cuando al llegar al parque Colón y 9a. calle de zona 1, me sorprendió que un auto estaba detenido con el semáforo en verde.

Por supuesto que farfullé mi enojo. Si siempre hay alguien que se distrae con el celular y nos atrasa a todos, ¿por qué sería esta vez diferente? Si no había tanto tránsito, ¿por qué habría de manejarse el auto de la manera adecuada… si se puede hacer mal? A medida que me acercaba al Picanto rojo de enfrente, este no se movía. Cuando me cambié de carril, entendí.

Me acercaba a ponerme al lado cuando vi el vago que impedía su paso… sin tener muy claro lo que ocurría. El vago me vio, caminó hacia mi auto, se abalanzó sobre él. El semáforo cambió a rojo, el Picanto chirrió las llantas y se pasó el rojo. Seguro dijo: “Ahora es turno del Cavalier, que vea qué hace con el vago”. O eso hubiera pensado yo.

Semáforo en rojo y esta persona sobre el capó, casi recostado y yo tratando de entender el escenario. No dejaba de retorcerse: “¡Dame dinero! ¡Dame dinero! ¡Me quiero morir! ¡Me quiero morir!”. La baba caía en el auto y se mezclaba con las gotas de lluvia. En los retrovisores no venía ningún auto, de modo que podría retroceder sin contemplación, pero hacerlo significaba que esta persona cayera al suelo y no estaba dispuesto a correr ese riesgo. En un momento giró sobre el capó y se puso cerca de la llanta derecha. “¡Aaaaghh! ¡Dinero, dinero! ¡Dame dinero!”

De nuevo podría retroceder, pero ¿qué garantía tenía que no tuviera sus pies detrás de la llanta? El semáforo en rojo, el más rojo y lento que he visto en mi vida, era el único testigo de lo que ocurría. De haber tenido dinero le hubiera ofrecido algo, pero el desempleo en ese momento no me permitía tener sencillo dentro del auto. Ni un quetzal. ¿Dinero? ¡También quiero para mí!

En un momento de pérdida de equilibrio, esta persona dio un par de pasos hacia atrás. Fue cuando aproveché a meter retroceso y alejarme. Aquí viene la escena de cine. El vago subió sus manos, cual zombie y aún logré escuchar “¡Dinero, dinero!”. Caminaba hacía mí, yo en retroceso, la lluvia más fuerte y con la esperanza de que ningún loco cruzara a toda velocidad por la 8a. calle. Pensé todo eso en los cinco metros que retrocedí.

Hacía un momento que el semáforo estaba en verde, metí primera y avancé en el mismo carril. El vago-zombie, iluminado por mi carro y bajo la lluvia, elevó sus brazos al cielo. Quizá pensó que era el momento, que la muerte llegaba a abrazarlo disfrazada de un Chevrolet Cavalier de 2003, con un neurótico adentro.

“Lo siento, no seré yo ese verdugo, hoy tampoco es tu día”, pensaba mientras lo esquivaba por el carril izquierdo y me pasaba el semáforo que ya marcaba rojo. Intenté verlo por el retrovisor pero la lluvia ya no me lo permitió. No sé si cayó de rodillas maldiciendo su suerte. No sé si imprecaba a los dioses ese infortunio que lo hacía permanecer en este mundo.

A poca gente le conté esta historia. A poca gente le he dicho también que una de mis fobias de infancia que aún conservo es la de terminar mis días así. En condición de calle, hablando solo, ser ese mendigo que repasa sus glorias pasadas mientras disfruta de los efluvios de algún disolvente a la espera de la muerte por accidente o inanición. Quizá fue una premonición, quizá fue un encuentro con mi futuro. No lo sé, ojalá no. Lo cierto es que son de las cosas que pasan en esta triste ciudad.

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