Mi vida por un café

Fue en febrero que empezó todo y puedo decir que llegué a él por trabajo. En la librería Sophos buscaban jóvenes para atender un experimento: una librería nocturna del otrora centro cultural 4 Grados Norte. El horario era mixto: martes y miércoles de 10:00 a 23:00 horas, de jueves a viernes se cerraba a media noche y el domingo a las 20:00 horas. Sophos La Galera era su nombre.

De todo lo que viví en ese recinto me centraré en el café. Era 2002, mi primera semana de trabajo, y aunque Philippe Hunziker no lo recuerda, porque hace un tiempo se lo pregunté, todo sucedió así:  

—Te presento la capuchinera. Con ella preparás el café que te pidan. ¿Cómo te gusta el café?

—Pues, realmente no bebo. De hecho no me gusta…

—¡¿Qué?! Pero eso no puede ser posible… Aquí vas a aprender a beber café.

Hago una pausa en el relato. Recién me habían contratado en Sophos para ser uno de los rostros jóvenes en una librería destinada al mercado hipster… A eso sumémosle que la cultura barista no estaba tan cimentada en esa época. En 2002 no existía el hábito del buen beber con el café. Pocos lugares en la ciudad se dedicaban específicamente a eso. Salvo Café León, Sophos, y un local Whitemalan/Miguateco Géminis, no existía eso de beber café. 

Regresemos a ese primer momento. Phillipe me explicó cómo se usaba la máquina, sirvió el café en taza de vidrio (mejor sabor no se consigue) y me dice:

—Probalo sin azúcar. Luego vemos si lo necesita.

Bebí entonces mi primera taza de café real. Fue un trueno, una explosión amarga, densa con un toque de acidez. No diré que el tiempo se detuvo, tampoco se abrió el cielo y una mano gigante lanzó una libra de Piacere di Caffe, esa era la marca, pero sí hay un antes y un después en mi vida a partir de ese expreso.

La barra la habían puesto muy alta. Me especialicé en beber café, en prepararlo. Si no tenía una capa de espuma, no estaba bien… Hice de la capuchinera mi estación de servicio. Puedo asegurar que buena parte de los ingresos de ese local de Sophos fue a pura taza de café. Los fines de mes o en las quincenas, era un caos: fácil 75 tazas de café por turno (costaba Q12). Verificás que el agua esté a punto de ebullición, cogés los granos, los molés, luego se asientan en el filtro, colocalos en la capuchinera, girás la perilla del agua. Aroma y magia es lo que sucede.

Conocí a la mayor parte de escritores, poetas y artistas preparándoles café. Incluyo a algunos músicos que luego entrevisté como periodista, activistas culturales, todas las personas con las que luego trabajé por temas de noticias culturales. Algunos aún son mis amigos. No exageraré con decir que el café es un punto de cohesión artística, pero el punto de partida quizá sí. Luego algo tendrá que ver con el alcohol.

No todo era felicidad. Nunca faltó quien preguntara por biblias y catecismos en la librería. La respuesta era “autoayuda es esta mesa, y al fondo está ciencia ficción”. Ese era el tipo de sobresalto. Hasta esa tarde. Estaba yo solo en la librería, a punto de prepararme mi segunda taza del turno, cuando apareció una señora que ya pasaba sus cuatro décadas. Dejé de preparar el café, me acerqué a la caja y le cobré el libro.

—¿Tarjeta o efectivo?

—Tarjeta, señor.

—¿Desea el libro para regalo?

—Sí, por favor. 

Terminé de cobrar, le envolví el libro con papel kraft (ese era el sello de la librería) y para rematar, un listón en cuatro con una moña. Se lo entregué.

—¿Y así me lo va entregar?

—¡Tiene razón, señora! Disculpe, acá tiene su separador de libro y su tarjeta para dedicarlo.

—¡Pero es que acaso usted no sabe envolver regalos! ¿No le enseñaron eso en su casa?

No entendía a dónde iba el tonito, menos la prepotencia de la señora miguateca/Whitemalan. Después que me lo dijo, juro que vi el regalo, luego a ella, luego al regalo, y luego a ella…

—Pues yo lo miro bien.

—A ver, deme las cosas, lo envolveré yo…

—Claro que sí, señora. Acá está.

Le dí tijeras, papel, todos los colores de cinta a disposición, tape y le ofrecí más separadores de libro. Se puso a refunfuñar y mientras estaba en esas terminé de prepararme el café. Lo serví y la dejé envolviéndose el regalo. Considero que se tardó mucho en envolverlo, pero quién soy yo para juzgarla, que se tarde lo que quiera. Antes de que lo guardará pescuecié para ver la obra de arte, y no era tal cosa. Realmente no vi la diferencia, sólo le agregó dos tonos de listón. Recuerdo que yo con mi café estaba tranquilo, “¿porqué no me pidió que le pusiera otro listón?”, pensaba mientras le deseaba un buen día.

—Ahí le dejo sus cosas.

—Gracias señora, yo las guardo, no se preocupe. Que le vaya bien.

No más de media hora después, cae la llamada. Phillippe preguntando mi versión de los hechos. La señora se había ido a quejar a la central, en zona 10. Al parecer, fue a decir que le había faltado el respeto, que no le quise envolver el regalo y saber qué más cosas. “¿Debí ofrecerle un café?”, fue lo que pasó por mi mente, quizá le dí carita. Me encargaron mi comportamiento, pero en mi perspectiva no hice nada mal. A las semanas, con la sorpresa que ella era la nueva vocera/rostro/maestra de ceremonias y a saber qué más de la marca Saúl E. Méndez y su Proyecto Guateámala, u otra de sus ideas vacías, tan de moda en Cuatro Grados Norte. Me asombra que me haya asombrado, entonces, que alguien como ella estuviera ahí.

Justo ahora que escribo, Facebook me recordó una publicación de un par de años atrás en la que recordaba una plática que tuve hace dos décadas con Eduardo Spiegeler acerca del café y cómo esa bebida y el cine nos hizo amigos. Seis años pasaron ya desde su muerte, su cruenta muerte. Un café para vos Eduardo, así moca, como te gustaba. Allá, en donde sea que estés, si es que hay algún remanso para la existencia humana después de la vida, espero la pasés bien. ¡Salú! 

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