Eduardo Villalobos

Las batallas feroces

un texto que te refuerza el alma.

El hombre que sueña con los puertos del mundo mientras cuenta de ocho a cinco el dinero que jamás será suyo. El hombre que adormece a sus niños, taciturno y rencoroso, mientras piensa en los plazos vencidos y en el fin de mes. El que ha visto su propio pecho derrumbándose mientras se jugaba el destino. El que tiembla de espanto cuando ve su niñez. El que se resiste a ser hombre y se resguarda detrás de un muchacho permanente, inacabable.

El viejo que ha cometido todos los errores posibles y aun así espera las noches nuevas con la curiosidad de un muchacho. El viejo que morirá pronto y comienza a despedirse denodadamente de todos los goces y placeres, los del pasado y los del porvenir. El que ha desarrollado el oficio de la paciencia entre los aguaceros y las piedras. El que nunca ha dejado de esperar un tren, una carta, una postal que le traiga noticias de la fugacidad del mar.

La mujer que luchó sola por su estirpe entre los fuegos cruzados de la niebla y el azar. La mujer que coloca en su pecho la rabia luminosa de la soledad que nace de los puentes cruzados. La que se estremece todavía frente los encuentros en las sombras, ante las miradas elaboradas con un deseo temerario. La que no ha nacido despacio sino deprisa, muy a pesar de los estrechos lazos que vienen de las rutinas y las leyes. La que no ha visto jamás los fiordos de las regiones nórdicas y piensa en inviernos oscuros, fríos y sin embargo luminosos.

La muchacha que se enamora irrevocablemente de un muchacho y sabe que le destruirá la suerte, pero no le importa. La muchacha que ve con asombro las manos que la acarician. La que tiene sueños que no podrán derrumbarse. La que no utiliza su belleza como arma sino como flor vertiginosa. La que tiembla, la que espera.

El muchacho que aún no aprende a escribir cartas, pero ya tiene una pluma, un tintero, un cuaderno de hojas secas. El muchacho con puentes en la voz y fronteras en los ojos. El que se enamora cada día y cada día encuentra un desengaño. El que siente nostalgia por lo que no ha conocido, por lo que quiere soñar. El que vuela, el que se desvela, el que vive en el asombro.

Todos ellos conforman un pueblo de murmullos que se entrelaza con la realidad y la potencia. Son un coro que se enciende entre la noche. Sus feroces batallas conforman eso que conocemos como “lo poético”. En ellos, en sus miradas, en sus luchas, está la poesía. Lo demás cae con facilidad en la retórica, apenas roza la realidad. Es aire demasiado frágil empujado al vacío.

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