Eduardo Villalobos

Los que cuentan esta ciudad

Toda ciudad tiene su oscuridad y su delirio, sus ventanas rotas y sus puertas cerradas,

su tenue poesía iluminada por la noche, sus amaneceres delirantes o cansados. Y están sus cronistas, sus historias, sus seres tiernos o violentos. Me han preguntado quiénes cuentan hoy la ciudad de Guatemala. Y esa pregunta me ha llevado a otras preguntas.

Cierto es que toda la ciudad ha sido radiografiada, tanto en su extensión geográfica como en sus estratos y sus recodos. Desde el ser que observa el mundo desde un edificio (cual película de Hitchcock o como panóptico de nuestro tiempo) en la centralidad de este espacio citadino, debatiéndose entre inmovilidades y paroxismos. Hablo de la obra de Maurice Echeverría, creador también de ingeniosos relatos sobre el hombre que se debate entre el caos y el horror. 

También están los retratos de las clases medias, abordados con sutil ironía por uno de nuestros narradores más interesantes: Víctor Muñoz. Y en ese sentido están también los guetos —tanto externos como internos— de los personajes en ascenso desde la medianía, o instalados en ella, que pueblan las arquitecturas narrativas tan bien proyectadas en la obra de Arnoldo Gálvez Suarez. O la incomodidad con el sistema, el viaje por la ciudad sin dirección ni afán, la construcción de un sentido nuevo, de belleza o de espanto, en medio de la nada que es posible encontrar en las historias de Javier Payeras. 

Y están los barrios bajos, rojos de sangre y soledad, en los libros de Mardo Escobar. O la expresa marginalidad de los personajes de Eduardo Juárez, que reflejan una periferia abandonada e inquietante. Es otra cara del espejo, complementaria acaso, que también frecuentan narradores como Leonel Juracán o Estuardo Prado. O ese personaje, entre oscuro y pícaro, que ha empezado a entregarnos Francisco Alejandro Méndez en la figura del comisario Wenceslao Pérez Chanán. El viaje al olvido y el desencanto de las ciudades dormitorio se hace palpable en la trilogía Bartoliana, de Rafael Romero, plena de una intensa y violenta fuerza verbal.

Y están también las historias de la lucha cotidiana, de las profundas derrotas, de la búsqueda de identidad, en narradoras tan dotadas de lenguaje y sensibilidad como Denisse Phé Funchal y Vania Vargas. Y están esos relatos descarnados, que utilizan lo fantástico como alegoría del horror, que escribe Byron Quiñónez.

No sigo la lista por falta de espacio. Pero escribiendo esto me he dado cuenta de los muchos nombres que nos cuentan. He descubierto, no sin cierta esperanza, que la narrativa guatemalteca está viva, transformándose y contándonos nuestra propia, asombrosa y secreta historia.

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