Valeria P. Mendizábal

Una llamada lo puede cambiar todo

Toda la semana estuve pensando una repuesta para la fácil (a simple vista) pregunta:

“¿Cómo me gustaría morir?”.

Tenía un par de ideas muy vagas. El domingo en la mañana todavía no imaginaba de qué forma sería la mejor. Incluso le pregunté a muchos de mis amigos, cómo preferirían partir de este mundo. Unos me decían que dormidos y ya no despertar, otros de X o Y enfermedad, incluso hasta ahogados. Lo primero que pensé fue:

“Me gustaría morir de un tiro en la cabeza”.

Se dice que no se siente dolor y que lo último que escuchamos es el sonido del disparo.

Sea cierto o no, pensé lo feo que sería morir sin ver a las personas que amo y decirles lo mucho que me importan.

Por la mañana de ese domingo, llamé a mi abuela como de costumbre. Le pregunté que cómo estaba, que qué tal había estado su día, que cómo seguía y con una voz quebradiza luego de contestar a mis preguntas me dice:

“Mija, mañana va a ser un día duro para mí”.

El 9 de marzo se conemoraron 12 años de la muerte de mi tío. Todo lo que sucedió entonces lo tengo muy presente. Tenía 7 años y estaba en la casa de mi abuela. Mi tío se puso malo (como de costumbre). Estaba enfermo del corazón. Así que toda mi infancia la pasé dentro de un área de juegos de un hospital.

Tuvo 3 operaciones a corazón abierto. Los doctores decían que no iba a pasar de los 6 meses, luego que del año, después que de los 5, de los 8, de los 20 y así pasó hasta llegar a los 26.

Recuerdo muy bien que empezó a sangrar mucho, literalmente vomitaba sangre, más de lo usual. Todos estaban muy preocupados, y digo preocupados porque yo pensé que era algo normal, lo que siempre pasaba y que iba a estar bien. De un momento a otro familia y conocidos empezaron a llegar, no entendía cómo tanta gente podía caber en una sola habitación.

Yo estaba jugando con mis primos en la “Sala de Masajes” de mi abuela. Mi prima pequeña quería un dulce. Entré a preguntarle a mi tía si me dejaba darle un solo dulce a la pequeña –mi tía es de esas mamás que cree que darle Coca-Cola, dulces o helados a sus hijos es pecado-.

Entré a la casa a buscar a mi tía. Era imposible verla, yo era muy pequeña y todos muy grandes. Lo único que podía ver eran muchas piernas y cuando digo muchas, son muchas piernas. Al querer apartar una que otra de mi vista pude divisar a mi tío recostado en el pecho de mi mamá.

No sé si fue el destino o qué, pero tuve la oportunidad de ver a mi tío irse. En serio irse.

Sus ojos veían un punto fijo. La comisura de su boca estaba levantada, estaba sonriendo. Y su respiración era lenta pero marcada. Lo último que vi de él fueron tres suspiros y su mano reposada en el pecho junto con la de mi mamá. No sé si en eso hubo un silencio o solo fue mi imaginación. Pero los gritos de mi otro tío y la desesperación con la que todos lloraban, sobre todo mi abuela, me hicieron reaccionar.

¿En serio mi tío se había muerto?

A pesar de lo duro que había sido, fue una muerte con mucha paz.

Después de la llamada que tuve con con mi abuela solo entendí. Entendí que no quería morirme de un tiro en la cabeza. Tirada en la calle y que algún familiar me viera con los sesos de fuera. Me gustaría morirme en paz, en una cama, al lado de las personas que más amo. Con mis metas realizadas. Con mi propósito cumplido. A una edad a la que pueda recordar quién soy, de dónde vengo y todo lo que hice. En la que pueda ver a aquellos que amo felices, llenos al igual que completos. Quiero verme en un momento en el que ya no me necesiten más, pero aún así, me quieran en sus vidas. Estando más que satisfecha con lo que di. Sin arrepentirme de nada. De la mano del amor de mi vida, tal vez hijos, incluso nietos. Y que en el momento en que me vaya todos sientan paz, esa paz que yo sentí al ver a mi tío partir.

 

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