Rodrigo Hernández

Conductor “Hice un servicio y resultó ser un secuestro”

Algo de eso me pasa cada vez que subo a un servicio de transporte por aplicación dentro de la ciudad de Guatemala. A veces, la realidad se descose por las orillas de lo cotidiano y se desliza, sin pedir permiso, llega a nuestras vidas sin anuncio. Todo esto pasó porque me estresa manejar y “se me sale el rojo del Municipal” cuando veo a un conductor imprudente.

Pero esa tarde que prometía ser sólo otra página en el libro de mis rutinas urbanas en esta ciudad, camino a disfrutar un concierto de Luis Miguel, este país vino a recordarme que cada esquina es un misterio y cada encuentro, un posible desliz hacia lo inesperado. Pedí un servicio de transporte para no tener que buscar parqueo. Ya saben… llevarla tranquila, y me topé con esto.

“Hola, qué tal. ¿A dónde lo llevo?”, fue el saludo del conductor, que le diremos Víctor porque en realidad, no recuerdo su nombre.

Él fue quien rompió el hielo de una tarde aún fría de finales de enero. A través del retrovisor, iniciamos una danza de palabras, hablando de trivialidades y del concierto al que iba, mientras la ciudad se deslizaba por la ventana. Pero la curiosidad es un animal salvaje que no sabe de momentos adecuados, y la mía buscaba historias, esas que se esconden en los rincones oscuros de la experiencia humana, siempre tengo esa curiosidad de saber cosas raras que a la gente le puede pasar.

“¿Oiga usted, y así manejando no le ha pasado algo extraño? Algún bolo, llorando, o algo que no a todos les pase llevando y trayendo gente”, le pregunté.

Lo que siguió fue una historia que me atrapó, una danza de miedo y sospecha. Mientras Víctor desgranaba su experiencia, cada detalle era una pincelada en un lienzo de emociones humanas crudas, por curioso la vida me estaba cambiando. La historia tenía el sabor amargo de la realidad, ese que te hace desear poder despertar y darte cuenta de que solo fue un mal sueño. Pero no, estaba tan vivo y presente como el latido acelerado de mi corazón mientras escuchaba.

“Pues mire, aquí se ve de todo. Hay todo tipo de gente que para qué le digo. Pero hay algo que me pasó y casi termino en el bote”, dijo y entonces dejé de revisar el celular y ya mi atención se centró en su relato y quería saber todos los detalles de esa historia.

“Me pidieron un servicio y cuando llegué se subieron un hombre y un niño. Al principio pensé que eran padre e hijo, pero noté que el niño se veía regañado, -algo así como cuando se hace una travesura y los papás le pegan una jaboneada a uno-.

Ya cuando íbamos de camino me empecé a dar cuenta que algo no estaba bien. El niño no dejaba de llorar y el hombre no lo soltaba, y le decía que se callara. En eso él recibió una llamada y solo dijo ‘ya vamos para allá’.

Yo cargaba unos dulces y le ofrecí uno al niño, tenía como unos 8 años, calculo. Pero cuando le estiré la mano para dárselo, el hombre lo agarró y él fue quien se lo dio al niño, pero el sujeto se notaba enojado y algo nervioso.

El niño no dejaba de llorar y eso ya no me parecía normal. Entonces reporté de manera discreta lo que estaba pasando a la plataforma del servicio de transporte, además intenté ir más despacio sin que se diera cuenta, para hacer tiempo. ‘¿Puede ir más rápido?’ preguntó el hombre, intenté avanzar pero para meterme por zonas congestionadas.

A los minutos una patrulla de la Policía Nacional Civil me cerró el pasó y me pidió detenerme. Por el espejo noté que el hombre se alteró, pero intentaba mantener la calma.

Los agentes se acercaron y me preguntaron si eran mis familiares, respondí que solo estaba haciendo un servicio. Entonces le preguntaron al pasajero si el niño era su hijo, dijo que sí con muchos nervios. Pero cuando le preguntaron al niño si era su papá, empezó a llorar fuertemente y ahí lo detuvieron.

Para todo eso, pasé varias horas con ellos, la Policía y el Ministerio Público me preguntaba cómo había pasado eso, una y otra vez. Pensé que ya había pasado todo, parecía una película, usted. No podía creer lo que había vivido y además, pude ayudar a un niño. A saber qué le habrían hecho esas personas, pero su mirada me decía que algo no iba bien.

Unas semanas después me citaron a un juzgado, tenía que volver a declarar. La verdad yo tenía miedo porque pensé que iba a volver a ver a ese hombre y uno no sabe con quien se mete. Pero por suerte no estaba presente en la audiencia.

Cuando llegué a declarar, el papá del niño se me dejó ir al verme, me quería golpear porque pensaba que yo era parte de los secuestradores. Estaba muy enojado, pero lo calmaron.

Paréntesis. Yo tampoco quería ir porque eso significaba quedarme un día sin ganar nada y aquí casi que se vive al día. Saco como unos Q300 al día y eso me preocupaba.

Bueno, llegó mi turno de declarar; los ojos de enojo del papá empezaron a cambiar de semblante con lo que iba contando.

Cuando terminó la audiencia, de nuevo se me acercó, pero ahora con lágrimas en los ojos y me agradecía lo que había hecho por su hijo. Vi a un hombre que tenía el diablo metido y que pasó a ser el más sensible en ese lugar. Me abrazaba y se disculpaba por lo que me había hecho antes.

Me dio dinero, yo la verdad no esperaba eso, pero acepté porque ese día no había trabajado, fue más de lo que hubiese hecho en todo un día de trabajo. La verdad, es algo que no he olvidado y es lo más raro que me ha tocado vivir, llevando y trayendo pasajeros.

Bueno, llegamos. Espero que disfrute su concierto”, me dijo al terminar su historia.

Víctor, en su relato, no era solo un conductor; era el inadvertido héroe de una trama criminal, un participante forzado en un drama que desbordaba los límites de su rutinaria existencia y que con un mal comentario le hubiera perjudicado la vida para siempre. El incidente con la patrulla, el interrogatorio, el enfrentamiento en el juzgado... cada elemento era un recordatorio de que, en ocasiones, el diablo juega a meterte zancadilla… hay que estar vivo.

Víctor me dejó sumido en un mar de reflexiones. Iba en busca de un escape, de un momento de desconexión con la música de Luis Miguel, y en su lugar, me encontré cara a cara con la complejidad del ser humano, con sus sombras y luces. Caminaba para entrar al concierto, no podía dejar de pensar en la historia de Víctor, en el niño, en el secuestrador... en la fina línea que separa nuestras vidas cotidianas de historias que jamás imaginaríamos ser parte. La música de Luis Miguel, esa noche, tuvo un eco diferente.

En este mundo donde la realidad y la ficción se entrelazan en una danza perpetua, la historia de Víctor es un recordatorio de que, a veces, las historias más impactantes no son las que buscamos, sino las que nos encuentran en los momentos más inesperados. Nosotros, solo somos escuchas de una resonancia que con un poco de interés nos ayuda a descubrir las profundidades de la experiencia humana.

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