Eduardo Villalobos

Marco Antonio Flores, El solitario

Él decía que era anárquico. Y se colocó siempre un rostro cínico y ausente.


Sin embargo, en los resquicios de sus máscaras era posible encontrar la solidaridad y la ternura. Siempre fue un solitario, eso sí. Y desde esa soledad construyó la libertad en que depositó sus palabras.

Odiaba las jerarquías. Detestaba el poder. Solía detectar la falsedad de los otros, y arremetía contra ella con una voluntad de acero. Por eso no lo querían, no lo quieren. Y es que ¿a cuántos imbéciles no les recordó su infamia? Por eso construyó un abismo entre su voz y el páramo del que surgió. Pero sus gritos traspasaron el vacío. Y ahora son la obra en que resuenan nuestras contradicciones más amargas.

Fue un poeta de un ritmo preciso y de imágenes transparentes y luminosas. Lástima que la miopía de sus contemporáneos aún no lo haya detectado. Los clichés, los nefastos lugares comunes en que sobreviven los mediocres de las academias y los arribistas sin criterio. Fue un novelista que desplegó nuevos códices para explicarnos frente a la historia. Su palabra estalla, se disuelve, nos difumina y nos coloca en el centro de nuestra propia imagen. Eso es su narrativa: un nuevo origen, un lenguaje con una violencia inusitada, una pantalla en sepia donde vernos nítidamente.

Y también fue un hombre, uno que amaba la soledad tercamente. Y se dedicaba a leer como si no hubiera otra cosa en el mundo. Y a escribir. Y a platicar sobre la vida. No le gustaba mucho hablar sobre literatura, a menos que fuera de manera informal. Por eso sus talleres fueron una cátedra viva, que solo permanecerá en la memoria de quienes los presenciaron.

Mientras otros se dedicaron al lamentable oficio de la complacencia y el autobombo, Marco Antonio Flores se dedicó a la soledad de las páginas, y de tanto pulirlas terminaron destilando sombras que resplandecen. Ese fue su oficio. Esa es su salvación. Los demás reciben los premios, los homenajes, él descansa ahora entre las flores, y en sus libros hay enormes fronteras que presagian los caminos que nos acometerán.

Un día me dijo: «Si terminás escribiendo como yo, estás cagado. Si cualquiera lo hace está cagado». Y lo mismo me enseñó sobre sus acciones. Nadie me ha dado una mejor enseñanza en la vida: hay que ser uno mismo. Hay que buscar un camino propio, personal, irrepetible. Lo intento siempre, desde entonces. No sé si lo logre. Pero me ha dado por pensar en todo esto, mientras lo recuerdo, a casi 10 años de su muerte.

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