Frívolo y mundano: La intermitencia del equilibrio

El tiempo pasa y nos hacemos sabios o tontos.

No recuerdo como terminé frente a una colección privada de arte. Al recorrerla, vi una pintura de Efraín Recinos, víctima de las polillas. –Es una pena–, dije con desdén, pero alguien me replicó: “¿Pena por qué?, todos tenemos que comer”. Fue un Knock Out. El comentario me dejó sin palabras. ¿Acaso era esa le epifanía que esperaba? Por fin, y sin buscarlo, creí entender la vida.

Pensé en las dimensiones del tiempo. Entendí que nuestro paso por la vida es un instante, un parpadeo en el que comerse las palabras se convierte en una lección de madurez. Ahora creo, a ciencia cierta, que vivir es entender que nosotros decidimos qué hacer con el tiempo que tenemos, con nuestra vida. Yo elijo buscar un equilibrio entre lo frívolo y lo mundano. Sin caer en absolutismos o soberbias, tengo alguna certeza de que en ese punto se encuentra el secreto de la vida.

Vivir puede ser un vía crucis de bajas pasiones, pero lo que sí aseguro es su condición intermitente de fracasos y triunfos. Si eso es cierto –pues puede que me equivoque– no deberíamos optar por una vida de servilismo que justifique un fin. Vivir es tan simple como apelar a verdades universales, todos las conocemos, solo hay que evitar ignorarlas. El tiempo no cesa, y espero sentirme satisfecho cuando ese breve cúmulo de energía esté por abandonar mi cuerpo, ese instante antes de la muerte. Si fuera ahora, así sería (creo).

Regreso las agujas del reloj hacia enero. Recuerdo que entonces podía llenar el tanque del carro, estar al día con la renta, las tarjetas, el préstamo, el seguro, y darme uno que otro lujo en un restaurante de clase media. Ahora, la crisis solo me permite vivir al día. El auto está encapotado, el casero llama exigiendo la renta, y no digamos Ana María, la operadora del banco que me llama cada semana (a veces más seguido) para exigir mis pagos. Ya no compro carne, –imaginó que el precio irá en los cielos–, incluso el sabor del salmón lo olvidé. Pero eso no me angustia. Mis circunstancias económicas ya no definen mis estados de ánimo. Ahora, a veces me alcanza para un café árabe de Q5 en la 6a. Avenida y lo disfruto tanto –o quizá más– que aquél cortado de US$15 en el restaurante Bellini del World Trade Center de Ciudad de México.


Parafraseo al gran Jep Gambardella y digo: “He descubierto que no puedo perder el tiempo en cosas que no me apetece hacer”. Así pues, que empiece esta columna.


Columna publicada el 2 de octubre de 2015.

Última modificación Jueves, 24 Octubre 2024 12:28
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