Eduardo Villalobos

Aquellos seres extraños y locos

Tuve un amigo con una capacidad verbal asombrosa.

Mientras charlaba, con una eterna taza de café enfrente, de pronto encontraba una frase, alguna imagen, que rápidamente apuntaba en un cuaderno raído y manchado. No solo tenía oído para escribir poemas, sino que trasladaba los ritmos de la poesía a las historias que también escribía. Llegué a contarle cinco libros inéditos, de los cuales no ha publicado ninguno. Hace poco lo vi. Llevaba un saco sport y un sobre de papel manila. «Ando buscando chance, mi hermano», me dijo, mientras se alejaba calle arriba.

Conocí a una pareja de músicos, que animaban cualquier noche, por espesa que fuera. Él siempre me recomendó que leyera un libro, cuyo nombre he olvidado y que, me pesa reconocerlo, jamás leí. Ella tocaba la guitarra y él cantaba. Aunque tal vez sea más preciso decir que entre los dos rasgaban el silencio. Tenían canciones que habían compuesto entre los dos y se amaban verdaderamente. Se casaron. Tienen cuatro hijos.

Solía encontrarme algunas tardes, en un café-bar que ya no existe, con un ser extravagante y lúcido. Deambulaba de un lado a otro, ofreciendo charla a cambio de un café o de una cerveza. Era brillante. Sufría, y mucho. Sus frases eran silogismos que bien podrían haber llenado un volumen entero. Lamentablemente, no recuerdo ninguna de memoria. Solo retengo sus sentidos, siempre reveladores. Aprendí mucho de él. Un día decidió que este país lo encarcelaba y se marchó. Nadie sabe qué fue de él. Alguien me contó que lo mataron en México. No lo sé.

Había una muchacha que pintaba retratos llenos de dolor y de euforia, una extraña combinación. Intentaba vender sus cuadros, pero nadie le ofrecía más allá de veinte pesos. Lo que he dicho no es una exageración, lamentablemente. Un día ilustró una revista. Estaba entusiasmada. No le pagaron. Hoy da clases en un colegio. Tiene dos hijos a los que adora en la soledad y la sombra. Jamás volvió a pintar.

Y está aquel filósofo que hoy maneja un taxi. Lleno de paranoias, habla de conspiraciones en su contra que provienen de los gobiernos de todo el mundo. No busca otro trabajo, me ha dicho, porque está una lista negra difundida por la CIA. «A vos te conozco, chavo», me dijo un día. Le expliqué de dónde, en qué tiempo. Su rostro se ensombreció. «No soy ese que decís», me dijo, y me contó una historia delirante que incluía espías y aliens.

Recuerdo todo esto pensando en aquel poema de Ginsberg, en que dice: «Vi a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura», y agregaría también por el sistema, por el abandono, por el delirio, por la insensata vida.

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