
- Burbuja Pop
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Vi la saga Final Destination 25 años después
La muerte nunca toma vacaciones pero yo me tomé 25 años para ver la primera cinta de esta saga y las cuatro que le sucedieron. Diré que la recomiendo como cultura general o ruido de fondo mientras hacés algo más, o para un cinéfilo nuevo. Para mí tiene CASI el mismo valor –y hago énfasis el en CASI– que la saga Pesadilla en la calle Elm o Viernes 13. Al igual que las anteriores responde a una época y aún vistas con esos ojos tienen muchas falencias. En Final Destination, cinco películas estrenadas entre 2000 y 2011 convierten el acto de morir en un espectáculo juvenil coreografiado con precisión y la historia pasa a un cuarto plano. Dirigida por visiones intercambiables y protagonizada por caras olvidables, esta franquicia adolescente parece más interesada en atraer a espectador ocasional que buscar tener una voz clara y única. Sin embargo, detrás de su caos absurdo y su humor autorreferencial al final de cada entrega, se esconde una premisa fascinante: la muerte como un ente omnipresente que no perdona ni olvida y que juega con nosotros. Lástima que no se tomaron la muerte más en serio.
Las entregas, aunque irregulares en presupuesto y creatividad, comparten un ADN común. Desde el avión que estalla en Final Destination (2000) hasta el puente que colapsa en Final Destination 5 (2011), cada cinta ofrece una nueva arena para el juego macabro de la fatalidad. Pero estas muertes, aunque ingeniosas, carecen del peso emocional que directores como James Wan (Saw, 2004; The Conjuring, 2013) o Robert Eggers (The Witch, 2015; The Lighthouse, 2019) podrían haber inyectado. Imagínense a Eggers transformando cada desenlace en un ritual existencial, donde cada trampa mortal fuera una extensión de los miedos más profundos de sus víctimas. En lugar de eso, las películas optan por guiños casuales y diálogos olvidables, como si temieran que el público no pudiera soportar demasiada oscuridad. Y con actuaciones pésimas, o dosis de desnudos innecesarios como el Final Destination 3.
William Bludworth, el sepulturero/embalsamador, encarnado por Tony Todd es esa figura recurrente que observa desde las sombras, y que podría haber sido un símbolo poderoso bajo manos más competentes. En cambio, queda relegado a una nota al pie, un recordatorio de que incluso la muerte tiene un sentido del humor incómodo y que siempre gana. Neill Blomkamp (Distrito 9, 2009; Elysium, 2013) tal vez habría utilizado este personaje para explorarlo más como un testigo de todo lo que ocurre, añadiendo capas de complejidad a una fórmula que prefiere mantenerse superficial.
La saga no aspira a ser más que un pasatiempo descartable. Es el tipo de cine que uno consume mientras hace otra cosa, como calificar tareas de casa que no requieran de mucha complejidad. No busca explicaciones ni profundidad, solo ofrece una sucesión de escenas icónicas —como los troncos asesinos de Final Destination 2 (2003)— que apenas logran elevarse por encima del nivel de curiosidad morbosa. Incluso las conexiones entre las películas son vagas, permitiendo que se vean en cualquier orden sin perder demasiado contexto.
Pero quizás ahí radica su encanto accidental, Final Destination permite desconectar el cerebro y simplemente observar cómo la vida se desmorona en cámara lenta. Es una experiencia sensorial antes que intelectual, una montaña rusa de adrenalina barata que no deja cicatrices pero tampoco marcas indelebles, con personajes interesantes por un lado y totalmente sosos por otro.
Si alguien se acerca a esta saga, que lo haga sin expectativas. No cambiará su vida, pero podría ofrecerle una tarde de distracción efímera. Con honestidad digo que lo veo solo porque la entrega que está por venir Final Destination: Bloodlines (2025) nos va decepcionar igual, no solo porque la saga de por sí no es memorable, sino porque el cine actual abunda en mala calidad, pero igual la veré para ver si acierto de nuevo o no.
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