Luis Gabriel Franco

El que putea de último, putea mejor

En las colonias cerradas es costumbre encontrar a uno de esos residentes especiales. Esas personas que, por llevar más tiempo viviendo en ese lugar, creen que tienen el poder de todo el sector. Los que alegan y se enteran de todos los chismes posibles, los que como chingan, pues.

A estos personajes los conocí muy joven, 10 años tenía cuando ocurrió este avistamiento.

Desde muy pequeño crecí y viví en la casa de mis abuelos, un ambiente de juegos junto a mi primo y hermano. Era costumbre ponerse a jugar fútbol con una pelota vieja, de esas que no tenían forro, pero que te sacaban del clavo. Se jugaba en el garaje, era pequeño, resbaloso y tenía una entrada hacia el patio de la casa vecina.
Recuerdo esa mañana, la adrenalina se sentía en el aire y todos querían marcar un gol, pero no querían recibir el famoso grito de mi abuela.

—¡Cuidado con el zaguán— decía

Ya casi terminando el partido, y todos cansados, decido pegar un pelotazo. La pelota salió disparada al lugar menos oportuno, esa pequeña entrada a la casa del vecino. Todos estaban viéndose las caras, nadie se lo podía creer, el único balón que había y se perdió en la última jugada. Terminó el partido y todos, tristes por la pérdida, decidimos entrar a la casa.

Yo tenía la espinita, había sido el culpable de todo. Pensé ¿y si voy a traerla? Solo es de preguntar con amabilidad si la pueden devolver, ¿no?

Ahí estaba yo, llevándomelas de huevudo y saliendo de la casa solo para recoger una pelota.

No más de un metro recorrido y estaba frente a la puerta. Toqué el timbre, no respondía nadie, lo hice de nuevo, y nada. Repetí esto unas 10 veces, el mayor error que pude haber cometido, hasta que me di por vencido. Regrese a mi casa solo a decir que no había conseguido nada, se acerca mi abuelo y me dice.

— No importa hombre, mejor regresa en 10 minutos. —

Pasaron los 10 minutos y salí de nuevo.

Llegué sin ninguna esperanza y toqué el timbre, solo para llevarme la grata sorpresa de que esta vez sí respondieron, hasta salió a la puerta el ingrato.

Era un señor mayor, calculó unos 50 años, de mediana estatura, tenía aretes y mantenía una postura de pavorreal queriendo aparentar poderío. Desde lejos se notaba la furia en su rostro. Me volteó a ver y mientras más se acercaba, más me entraba el miedo. Frente a frente intente alzar la voz y preguntar por mi balón, no dejó que terminara el saludo y dijo.

— ¿Vos eras el que estaba va de chingar hace rato? —
— Esteee…— Balbuceé
— ¡La gran puta con vos mano, estaba ocupado y vos llegas a chingar a esta hora! — decía mientras señalaba el timbre.

Me quedé callado, 30 minutos en silencio y con las manos heladas. Me estaban pegando la puteada de mi vida, y lo más chistoso es que no eran mis papás. Mi mente se cerró tanto, que no recuerdo nada de lo que dijo, solo tengo en mi mente las expresiones que generaban su rostro. Fue tanta la humillación, así lo sentía yo, que el señor me hizo pedirle perdón para tener mi pelota de vuelta.

— Discúlpate pues y te doy esa onda— lo dijo con tono enfermizo
— Perdón por molestarte, espero que no vuelva a pasar— fue lo único que recuerdo haber dicho.

Entró a su casa, tomó la pelota y me la dio. Lo vi por última vez a la cara, tenía esa cara de felicidad y odio, con ojos que reflejaban que, la puteada que me dio, le servía para sembrar el terror en mí. Regresé a la casa como héroe, pero en mi interior estaba devastado, sentía que no había servido de nada.

No le conté a nadie lo que había pasado, me lo guardé todo. Pero siempre me quedó el odio y el rencor, quería vengarme de alguna forma.

Una semana después llegó lo que tanto anhelaba. Era hora de salir, y estaba junto a mi padre esperando a que todos salieran de casa. Salir tarde es costumbre dentro de mi familia, y ese día no era la excepción, era seguro que no llegaríamos a la hora esperada. Mi papá y yo decidimos entrar al carro, yo era el copiloto. Los dos estábamos enojados, esperando a que se dignaran salir. Mi papá decidió parquearse frente a la casa de Don Puteadas. No habían pasado ni 5 minutos, cuando lo vi salir. Tenía la misma cara de aquella ocasión, estaba decidido a maltratarnos por opacar su espacio. Me vio a los ojos, me reconoció, él sabía que saldría triunfando de nuevo, me sonrió de manera malévola. Se acercó a la ventanilla solo para comenzar con sus alegatas.

—¡Necesito que se muevan ya! —dijo con un tono amargo y las venas expuestas de su cuello.

Volteé a ver a mi papá mientras me regocijaba de felicidad, sabía que era mi momento de venganza. Regreso la mirada hacia el vecino y lo único que escucho es:

— ¡Sho, por la gran puta!, ¡ya nos vamos a mover de esta su mierda!— dijo, mi padre con total delicadeza—

Lo veo a los ojos y hago la misma sonrisa malévola que el desgraciado hizo en su momento. Se me salen las carcajadas mientras lo único que veía era como se desplomaba en su interior. No sabía qué hacer ni decir, se topó con alguien más poderoso que él, y para su grata sorpresa, ese alguien era mi papá.

Sin tener que pedírselo, se disculpó con nosotros. Fue la última vez que lo vi, él sabía que sería la última, semanas más tarde se mudaría y perdería toda información sobre su paradero. Yo había ganado, aunque con ayuda, pero había ganado. Eso fue lo que más le dolió.

 

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