La Pesadilla © Johann Heinrich Füssli

El antes, durante y después de la Vacuna de la muerte

Era un lunes 16 de abril de 2007, los tirantes del elegante uniforme de gala de los lunes, siempre se deslizaban de mis hombros. Todas las mañanas intentaba rizar mi cabello con crema, era en vano, el bus pasaba por mí a las 05:45 horas.
 
El conductor del bus era un tipo de unos 23 años, había migrado a la capital a los 15. Era uno de los más fieles trabajadores de mi tío hasta ese año
 
-lo asesinaron a finales de ese año, en un restaurante de la Avenida Bolívar-
 
llevaba a su novia todos los días al colegio, sin permiso de su jefe, nadie decía nada a todas nos daba igual; todas íbamos siempre con gesto de desgano al colegio, sobre todo los lunes. A veces coincidíamos en charlas de no más de diez palabras, hablábamos sobre cómo nos depilábamos. Coincidíamos en que únicamente atacábamos la parte que quedaba expuesta entre las calcetas y la falda del uniforme. A mí me tocaba un poco más, las calcetas llegaban con su doblez al tobillo y la falda dos dedos debajo de la rodilla.
 
Los lunes se hacía una plegaria en los corredores,
 
la jardinera del patio estaba llena de rosas y de unas flores que no recuerdo en el centro; eran siempre los mismos cantos, solo variaba si cantábamos o recitábamos en voz alta, las oraciones y por último, una reflexión de Fernando Álcazar, luego de eso pasaríamos en perfecto orden al salón de clases. El de mí grado tenía dos ventanas empañadas que daban para la 1a. avenida de la zona 1, nunca podía dejar de pensar en toda la mierda que amanecía en la banqueta justo debajo de esas dos ventanas; era mi primer año como estudiante en la Normal.
 
Recién había cumplido 16, mi mamá había conseguido el mejor trabajo de su vida, cataba café gourmet en un beneficio. Yo había empezado a construir un sueño; ya no sé bien si propio o de mi madre.
 
Yo estaba tratando de soportar, estar peinada, usar el uniforme que por el ancho de mis caderas jamás me quedó bien, los desvelos, el encierro en casa y tratando de olvidar la época del colegio anterior. Debía ser agradecida, había sido becada por los próximos tres años de estudio, justo después de que en casa me habían dicho que no iba a poder seguir estudiando.
 
La mañana del lunes 16 de abril fue fría,
 
el patio techado del colegio para señoritas estaba lleno de gente, ordenando hieleras y algodón en los tableros. Había enfermeras y dos misioneros Testigos de Jehová, no pasó casi nada fuera de lugar a excepción de una jeringa y un pinchón en mi brazo, luego de una escena de drama con el maestro de Inglés para no pasar a la jornada de vacunación contra la rubéola y el sarampión a la cual llamaban: “Pasa la bola” dirigida en aquel entonces a mujeres entre los 15 y 39 años.
 
Ese día al llegar a casa tomé una siesta, mi mamá regresó a eso de las 19:00 horas. Los días fueron transcurriendo entre migrañas y largas siestas, mi silencio en casa inquietó a mi abuela al llegar los últimos días de abril, mientras yo justificaba mi cansancio por el cambio de colegio.
 
Las siestas se prolongaban en el camino al colegio, en el último sillón del bus que me llevaba todas las mañanas, pero el dolor iba en aumento, cada día era más fuerte y los analgésicos ya no tenían efecto alguno, pero la cumbre del dolor de cabeza surgía con el golpe de los túmulos que están en la Avenida Elena, nada podía evitar el dolor, ni el más profundo de los estados de sueño, todo mi organismo estaba manifestando dolor. El día lunes 8 de mayo fui enviada al consultorio en donde atendían a todas las estudiantes por mi evidente mal estado, la doctora me recetó pastillas para el dolor y reposo, pero ordenó exámenes de sangre, los cuales omití en ese momento.

Miércoles 9 de mayo 06:30 horas

Para ese día mi mamá había pedido permiso para estar en la celebración del Día de las Madres, habíamos tomado un taxi, ella le pidió al conductor que se detuviera frente al consultorio para comprar más pastillas. Al detenerse, sentí mi cuello totalmente inmóvil al igual que mi vista se nubló y puedo decir que mis pupilas se quedaron sin movimiento, creo que eso nunca nadie lo supo, hasta ahora.
 
Pasamos a la misa y yo me retiré antes para terminar de decorar el salón para los actos, mientras un zumbido atacaba mi oído, no sé cómo volví al lado de mi madre cuando, de un momento a otro todo, se había ido la luz, el espacio… solo recuerdo mis piernas temblar, la silla caer, los brazos del maestro de música, el piso frío y el reloj de péndulo que estaba donde me colocaron para auxiliarme.
 
Había convulsionado y los bomberos no pudieron trasladarme porque tenía desabotonada la blusa y por ser menor de edad, solo el alcohol me hizo reaccionar. Me hicieron pruebas de sangre y volví a casa a descansar, al volver a casa lo primero que mi abuela pensó, fue en un bebé. Solo sé que dormí, después de verla a ella meterse en un hormiguero, ella estaba muy apegada con mi madre y enferma de alzhéimer, el cual fue evidente en su totalidad; algunos años después, pienso que fue una manera de mostrar su enojo, hasta los 21 siempre me dijo que “nadie me iba a tomar en serio.”
 
Por algún motivo los resultados de esas pruebas no llegaron ni siquiera al día siguiente, para todo eso, una de las mamás de una compañera que estaba por graduarse ese año, se había acercado comentando que era enfermera y que junto a su esposo trabajaban en el centro de salud de la colonia El Amparo, en la zona 7, sé que junto a mi madre y ella llegué al lugar, para ingresar a la colonia, hubo que bajar los vidrios del carro en el que llegamos; en sepia tengo un recuerdo de una niña de unos 12 o 13 años que estaba ahí, cargada en los brazos de su padre, sus gritos eran indescriptibles cada vez que intentaban que diera un paso. Mi madre cuenta que la niña había quedado en medio de una balacera, riña de dos maras y había fingido estar muerta para sobrevivir. Fui ahí por unas radiografías de mi cráneo aún recuerdo las carcajadas mías y las de mi madre cuando el doctor nos mostró aquellas radiografías, entre todo eso sucedió una segunda prueba de sangre que no recuerdo.
 
Esa tarde al volver a casa, mi tía me mandó una rodaja de sandía que sabía a la vida misma, mi tío fue a tomar mi presión y mi madre me acomodó en su regazo y me dijo:
 
- esto no te va gustar, pero tengo que hacerlo...
 
Sopló mi rostro como la más poderosa de todas las brujas de la Edad Media, había mascado ajos, era uno de esos remedios que la había salvado la vida a una de mis primas cuando niña y el sarampión no había podido brotar de su organismo, pero ese no fue mi caso, solo sé que el dolor cesó y descansé, esa tarde tal vez con la paz de la misma muerte que me pretendía, yo le dije a mamá que ella era mi ángel.
 
Al día siguiente el Hospital Nacional “Federico Mora” me abrió las puertas para unos análisis. La misma persona que nos había llevado al Amparo, había gestionado todo para que se me realizará un encefalograma sin ningún costo y sin espera. En aquel lugar, uno de los pacientes se acercó a pedirme una compota que yo tenía en mis manos, se la dí y se sentó a comerla a mi lado, luego de eso entré a una clínica que parecía una máquina del tiempo, pensé que me habían llevado a los años setenta.
 
Me senté en un sillón de cuerina café, usaron un gel verde, electrodos y escuché un ruido. Minutos después una de las enfermeras me llevó a la pila en un patio en el que había pinos, el cielo era gris y una cubeta de agua fría que había reposado toda la noche y con ella lavó aquel gel verde de mi cabello. Al salir caminamos; por toda la Avenida de Presidios hasta abordar un bus.
 
Al llegar a casa, recibimos una llamada que solicitaba nos presentáramos de nuevo. Al recibir el resultado, los análisis diagnosticaron meningitis. En menos de tres minutos íbamos rumbo al Hospital General San Juan de Dios, mismo momento en el que mi tía llamó a mi mamá para decirle que me llevaran a un Sanatorio.
 
Al llegar, el interrogatorio empezó. Drogas, sexo, drogas y un posible embarazo, aún era virgen para aquel año, virgen y puritana casi sin poder caminar y aún me ofendían. Después de varios análisis no se detectó nada, estuve en observación y al otro día me dieron de alta, pero minutos antes de eso volvieron las convulsiones y volvieron las preguntas. Todo esto luego de que me convencieran de que les permitiera entrar a la habitación. Previo a la crisis había atrancado la puerta, tenía miedo, jamás había estado en un hospital.
 
No me dieron egreso así que llegó un sacerdote a ungirme y a confesarme, mi mamá seguía preguntándome qué sucedía y buscando un porqué, entre un balbuceo le recordé el tema de la vacuna; minutos después estaba de lado en la camilla para que me extrajeran una muestra de líquido cefaloraquídeo (eso lo aprendí hasta en la universidad).
 
Sé que vinieron más convulsiones y después del martes 17 de mayo, sé solo lo que me contaron de 10 días en coma, respirando y alimentada por sondas, bajo medicamento enviado desde la sede de la OMS en USA, en una habitación de aislamiento, con amigos y familiares esperando la hora del deceso, sin esperanzas de los médicos, mientras en el colegio preparaban los candeleros y el salón para la velación, mi tía había ido a mi armario por mi uniforme de gala y una representante del Ministerio de Salud, ofrecía cubrir los gastos del sepelio.
 
Una Encefalomielitis Post-Vacunal era el diágnostico oficial, la masa encefálica se ve afectada por parte del virus, probablemente ligada a los metales tóxicos presentes en las vacunas, es un proceso viral que puede provocar secuelas graves a nivel cerebral; en mi caso por el avance del cuadro, la muerte era segura. Sé poco de lo que sucedía en la sala de espera o más allá de mis 10 días perdidos.

Jueves 26 de mayo 04:35 horas

En casa había un poncho que mi tía había tejido, era rojo con flores blancas, mi cuerpo levitaba en el aire, envuelto en aquel poncho; había vuelto a la montaña donde crecí muy cerca de la ciudad, Santa Rosalía para ser exactos; era aquel lugar donde los guerrilleros interrumpieron mi sueño entre balas y flores, donde aprendí el significado de la palabra “secuestro” a los cuatro años de edad, el lugar donde creci jugando en el río, mientras los duendes me perseguían y aprendía sobre hierbas curativas en las aldeas cercanas, después de atravesar barrancos llenos de gatos de monte para regresar con la vida perfumada con ruda, mientras mi mamá trabajaba de cocinera en la casa de una familia empoderada en aquel entonces; había vuelto a aquel lugar en medio de un sueño, tal vez, mi cuerpo levitaba horizontalmente en medio de la cipresalada que abría camino hacia el portón más grande de aquella casa, justo cuando mis pies intentaban abrir ese portón, grité de la impotencia de no poder abrirlo, mientras despertaba en la camilla con los ojos llenos de lágrimas, lo primero que pensé al ver a todos con tapabocas fue que estaba secuestrada, enfermeros y médicos corrían, decían cosas que no comprendía, lo primero que hice fue tratar de llamar a una enfermera y decirle que le dijera a mi mamá que era día 26 del mes y que eso era importante, no sabía por qué, pocas horas después pude ver a través de un vidrio; a mi mamá y a algunos familiares.
 
Había perdido la movilidad y todo control de todos mis sistemas del lado izquierdo,
 
no podía hablar y por la convalecencia estaba tirada en la camilla, empezaron a transcurrir los días, el efecto de la medicina era muy fuerte al igual que mi conducta, trataba de levantarme de la camilla, al punto que debieron amarrarme y sedarme en varias ocasiones, las pesadillas eran constantes y mi estado de ansiedad era horrible, veía muy poco a mi familia hasta que salí del aislamiento, llegaban médicos de todos lados a ponerse al tanto de mi caso, mis venas no toleraban más agujas, fui llevada a cuidados intensivos, en donde me estabilice, pero fue hasta mi estadía en cuidados intermedios donde, a pesar de las reacciones alérgicas y una diversidad de dificultades, logré volver a caminar la mañana de un domingo mientras estaba sola, el habla volvió lentamente, pude volver a escribir días después y mi vista se recuperó semanas después; todo con terapias, cuidados y cariño. Para todo eso, junio estaba llegando ya, mi mamá había conseguido que el vocalista de mi banda favorita llegara a verme.
 
Un lunes a primera hora pedí los periódicos, el volver a estudiar me mantenía inquieta pero empecé a pedir justicia; la primera noticia fue que el Ministerio de Salud no se había hecho responsable más allá de enviar a una representante a cubrir los gastos del sepelio, siempre sospeché de uno de los médicos, él negaba mi caso en mi presencia, luego vino mi mamá con un reclamo justo, el colegio en ningún momento pidió autorización de los padres de familia para vacunar a 300 estudiantes en su mayoría, menores de edad, el Director del Sanatorio se ofreció para demandar a todos los responsables, pero adviritió a mi mamá de los riesgos, ella se dio por vencida y se refugió en su fe, yo tal vez no.
 
El 25 de junio fui dada de alta del sanatorio, la cuenta “Dios la pagó” pasé unos 15 días descansando en una casa de retiro y el 16 de julio volví a las aulas a enfrentar otro infierno, el colegio se mostraba indiferente ante mi situación, el maestro de Matemática se había encargado de hacerle creer a todos que lo mío había sido un asunto de rehabilitación luego de una sobredosis, quien el mismo año me hizo perder su clase para tenerme en el curso de vacaciones y seguirme todos los días al salir luego de la clase. Mi mamá hizo la guerra los dos años siguientes y poco antes de la graduación, la Directora fue condecorada con la Orden Francisco Marroquín y luego de eso enviada a El Salvador, donde radica hasta la fecha.
 
El 25 de octubre de 2009 me gradué en el mismo salón en donde pude haber sido velada, recibiendo mi título de las manos de mi tía.
 
Hasta hace pocos años volví a encontrarme con médicos de los hospitales más prestigiosos del país, la última vez con un médico de la casa que produce las vacunas, volvieron los cuestionamientos sobre drogas y cada uno volvió a casa sin convencer a nadie. Hasta la fecha solo padezco de una amplia variedad de alergias a sustancias químicas y a algunos alimentos, debo estar al pendiente de mi corazón, de señales que puedan ser indicios de párkinson y procurar llevar una vida sana pero cada abril, la memoria de mi cuerpo me recuerda que el dolor fue necesario en su momento para volver a vivir.
 
Ya pasaron 10 años de aquella pesadilla, hace poco fui con un médico para hacerme un chequeo, para orientarlo un poco, le comenté mi caso; el me habló de Daniela, su hija, quien es dos años menor que yo, actualmente no se vale por sí misma, no camina, no habla y sufre de discapacidad intelectual; Daniela no era así, hasta que la vacunaron en el mismo año y en la misma campaña que a mí.
 
Por ahora antes, que justicia, quiero recuperar mis 10 días.
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