Autor Invitado

Crónica de policías, depresiones y prostitutas

Para que puedan entender esta historia, sepan que fui diagnosticado con un trastorno obsesivo-compulsivo a los 21 años de edad; hoy tengo 26 y continúo lidiando con los pensamientos ansiógenos [que generan ansiedad] y la depresión que este trastorno acarrea, al punto que a veces pierdo la sensación de la realidad de las cosas.

La mayoría de veces suele ser negativo, pero hoy estoy aquí para contarles como esta disfunción finalmente me sirvió de algo...

Me levanté alrededor de las once de la mañana. Era octubre y la viscosidad del cielo grisáceo me lo recordaba.

Llovía.

A veces fuerte y a veces caí una lluvia ligera que era incapaz de empaparme.

Observé el panorama a través de la ventana del cuarto.

Era desolador.

Se sentía tan gris y punzante como el estilo de vida que había conocido durante los últimos años. Me vi en el espejo antes de ducharme. Ahí estaba mi rostro exactamente como lo recordaba: Flacucho y ojeroso, una lánguida barba comenzaba a crecer nuevamente alrededor de mi mandíbula, y mi cabello parecía estar cada día más desastroso.

Acaricié mi afelpada mandíbula observándome detenidamente en el espejo y la idea de que estaba desperdiciando mi vida martillaba mi cabeza desde hacía varios días ya.

Hace mucho tiempo que estaba solo, siempre contemplando mi pálida sombra en el espejo.

Estaba suspendido por el IGSS debido a que mi fase depresiva empezaba a afectar mi productividad en el trabajo. Una constelación de pastillas que me mandó el psiquiatra me sonreían desde el gabinete. Prozac, Luvox, Celexa y una pequeña pelota de papel periódico donde se escondía una pequeña cantidad de marihuana.

Sin dudarlo, opté por lo natural y coloqué unas hojas de marihuana en una pipa que compre la última vez que fui a Panajachel. Dicen que la mota abre la mente y en mi caso lo hizo, pero le dejó la puerta abierta a una serie de pensamientos indeseados.

Estaba acostado en la cama viendo lo que mi mente era capaz de producir. Para evitar la angustia, ignoraba los pensamientos a pesar de que estos vinieran a mí como una cascada imparable. Por eso a veces, perdía la sensación de la realidad ya que mi mente siempre estaba creando realidades intrusivas a lo que sucedía en el momento presente.

Salí de casa y fui a comprar cerveza a la tienda. Caminé varias cuadras hasta llegar a un punto de la zona 7 que cuyo nombre prefiero obviar. El día había mejorado y lo peor de la lluvia ya había pasado, por lo que me senté en la acera y empecé a beber la caja de Busch Light que había comprado.

Siempre he sido un joven radical, pero debo admitir que la marihuana no me servía y el Prozac me producía una especie de hipersensibilidad hacia las cosas; por lo que este era mi tratamiento. Sentarse en una banqueta en un hoyo de la zona 7 con una caja de Busch y una cajetilla de cigarros viendo la vida pasar.

Las últimas latas de cerveza comenzaban a surtir efecto cuando llegó mi amigo Rogelio, borracho también. Compramos dos taconudas más, para cada uno en la tienda, y continuamos con el ritual del martes. Comenzamos a platicar de la vida y las novedades que teníamos. Nada fuera de lo común.

Era extraño lo que nos sucedía a Roger y a mí; no nos sentíamos enfermos, no nos compadecíamos de nosotros mismos, simplemente estábamos metidos en una vida a la que no le encontrábamos sentido.

Mi compadre Rogelio luego me dijo:

-Vos cerote, acabo de vender la bici y me dieron seiscientas varas por ella. ¿Vamos dónde las putas? ¿Vos tenés pisto?-
-Simón. ahorita tengo como unos ciento cincuenta pesos.- contesté.
-Vivo, vamos- me respondió.

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Hablando con toda sinceridad, estos últimos años había perdido un poco mi carisma y quizás mi motivación, a pesar de haber conocido a tantas féminas muy guapas. No es necesario tener un Premio Nobel para saber que, por estar contemplando esta serie de pensamientos autodestructivos, me había desligado del mundo de las relaciones sentimentales.

Sin embargo, como todo hombre con necesidades, admito haber estado visitando muchas casas de tolerancia desde hacía varios meses ya, y puedo decir a ciegas que en un lapso de nueve meses, tuve relaciones con más de un veintena de mujeres a pesar de que estas ideas disparatadas martillaran mi mente durante cada acto.

El burdel era una casa enorme de dos pisos, con unos cuarenta cuartos más o menos, y en la parte donde hubiera sido el garage habían mesas y bancos para que los clientes se refrescaran antes de solicitar compañía.
Tomamos asiento en una de las mesas, mi compadre Rogelio pidió cuatro Inditas de tamarindo y una Canada Dry para cada uno.

La pesadez de mi introspección ya había logrado incomodarme durante toda la mañana por lo que recurrí a mi fiel amigo, el alcohol. Este comenzaba a ganarle la batalla a esta maraña de ideas acumuladas en mi cabeza. La embriaguez fluía por mi cuerpo y finalizaba en mis cuerdas vocales que cantaban a todo pulmón "no prometas que vas a cambiar porque quieres volver a mis brazos."


Después de unos minutos, Steisi, una chica de unos 25 años de grandes atributos, que fungía como la concubina de mi compadre se sentó en su regazo y después de que la invitó a una cerveza, ella le susurraba al oído cosas que se irán a la tumba con mi compa.

-Te dejo cien pesos por si querés ir a chimar-, me dijo mi amigo mientras veía como él se llevaba a Steisi hacia uno de los cuartos.

La distorsión de la realidad parecía ya no hablarme tan alto, quizá ahora solo trataba de murmurar algo para que yo, en la pasividad de la embriaguez, pudiera captar alguna de sus ideas inmundas. Afortunadamente, en ese momento, me aprehendió mi libido desbordado de virilidad necesitada, así que empecé a pasearme frente a los cuartos de las señoritas de arriba a abajo -de un lado al otro- como que si fuese alguna especie de león enjaulado, desesperado por hallar la libertad.

Pasé frente al cuarto donde estaba mi cuate, no sé si fue el alcohol o la oscuridad que invade mi mente, pero acerqué mi oído a la puerta y pude escuchar como Steisi y Roger lo hacían... lo hacían... lo hacían.

Afortunadamente, en ese momento una pequeña chica morena de facciones delicadas y retagurdia voluptuosa me sonreía desde el final del pasillo atrayéndome hacia la lujuria.

Michelle tenía 29 años y era oriunda de Villa Canales; tenía una cara dulce con un “piercing” en el labio dándole un rasgo de chica ruda, piel morena -más blanca que oscura-, vestido rosa sostenido por un par de piernas de miel dulce, los caminos a un centro de néctar celestial.

Le dije lo guapa que me parecía, no sucumbió ante ello y trató de mantenerse lo más profesional posible.

La puerta se cerró tras ella mientras me veía con una mirada seductora. El resto es una historia placentera de la que solo recuerdo violentos golpes en la puerta cuando nosotros estábamos dándole un nuevo uso a la tercera ley de Newton.

En el primer golpe no nos preocupamos. En el segundo solo grité con desgano que la señorita estaba ocupada.
Después de eso, una voz muy profunda exclamó: "¡Abran es la policía!".

Michelle y yo nos vimos a los ojos tratando de descifrar si era verdad o se trataba de una broma. Ambos nos vestimos y yo abrí la puerta.

Ahí estaba el fiscal justo delante de mí, con una sonrisa triunfal.

Nos sacó a ambos del cuarto cómo si fuésemos un par de delincuentes. Se llevaron a las mujeres al piso de arriba y retuvieron a los hombres en el piso de abajo. Mi brother Rogelio venía poniéndose aún la camisa, escoltado por un tira.
Se colocó a la par mía y como el par de patojos asustados que éramos le murmuré: -¡Puta madre, la jura!-
-Sí cerote, que cagada.- contestó.

Una mujer policía tomó nuestros DPIs y junto con ellos nuestros datos. Otro fiscal nos preguntaba amenazante que información teníamos sobre el lugar.

Toda la actividad física y el repentino rush de adrenalina eliminaron mi borrachera por completo. Ya no estaba ebrio pero tampoco me encontraba presente. Una parte de mi mente estaba ahí, en el putero frente al fiscal; otra estaba generando pensamientos indeseados, y la otra trabajaba arduamente para suprimir a los mismos por lo que perdí la sensación de la realidad nuevamente.


Estaba ahí físicamente, pero mi mente no enviaba una señal que pudiese hacerme sentir lo suficientemente preocupado. Por lo que me mantuve impasible a pesar de la gravedad del asunto.

Mi cuate Rogelio por otro lado, trataba de platicar con los policías, pese de lo mucho que se burlaran de él, soltaba carcajadas nerviosas junto con los demás detenidos. Trataba de amigarse con los fiscales, pese al frío trato que estos últimos le proporcionaban.

-Cerote, no seas mula- le dije enfáticamente. -Venite para acá mejor.- le dije.

-Vos Tallo, creo que hoy si nos vamos al bote.- me respondió bastante preocupado. -El fiscal me dijo que la declaración que le di era muy pobre y que quiere que colaboremos o nos vamos al tambo.-
-Pues si toca toca- contestó la parte de mi mente que trataba de suprimir pensamientos intrusivos.

Tardaron varias horas en revisar el lugar y las prostitutas nos chiflaban desde arriba. -¡Vénganse para acá papitos que sólo con las ganas nos dejaron! -¿A dónde nos vamos cuándo se vaya la tira? -¡Tráiganse unas chelitas aquí arriba!
Eran muchas de las cosas que gritaban. Esa era la ley, y ellas estaban acostumbradas a encararla día a día y desde entonces creció mi admiración por este gremio.


En el piso de abajo, en cambio, un grupo estaba tranquilo y otra mayoría se cagaba del miedo, entre ellos mi compadre.
La guinda en el pastel se dio a las tres horas de estar detenidos. Los medios y su amarillismo clásico trataban de filtrarse a la casa cerrada. La mujer policía que estaba parada frente a la entrada nos decía: “Bueno, les voy a dar un ratito para que vayan al baño a peinarse porque ahorita voy a dejar entrar a la prensa”.


Yo no escuchaba sus burlas y trataba de controlar a Roger, pese de que yo, a saber por qué, me sentía calmo.


Cuando pienso en mi vida previa al diagnóstico, estoy seguro que yo hubiése estado incluso peor que mi cuate Roger.
Pero mi vida previa al diagnóstico ya no existía, este era ahora el presente, esta era mi vida y se estaba acabando un minuto a la vez.

Después de unas seis horas terminó la redada para mí y también para los medios y el vecindario. La calle frente al prostíbulo estaba vacía. Sin embargo, a mi compadre Rogelio, lo habían dejado salir una hora antes y la prensa había logrado captar un poco de su imagen, a pesar de lo mucho que trató de ocultarse con un suéter que le había prestado.


Nuevamente, lo consolé diciéndole que, seguramente, no habían logrado obtener una buena imagen de él ya que había salido corriendo, pero de esto no estaba seguro y me preocupaba a mí también. Estaba afligido que cuando la mujer policía, en una de sus varias bromas abriendo la puerta, la cámara me hubiera captado.

Eran las nueve y media, me despedí de mi compadre y me fui con esa consternación a casa a dormir.

La mañana traería las llamadas telefónicas, el noticiero, los diarios, el escándalo bien armado a dos columnas.

Esa última línea, es más Cortázar que yo.

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