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MOVIMIENTOS VIOLENTOS
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MOVIMIENTOS VIOLENTOS
Dime en qué sentido naufragas cuando el barco de tu ser es mío totalmente. Porque si tú vas al norte, yo voy al sur, buscando siempre los opuestos, para que no nos suene a monotonía esta historia partida en dos.
Porque es ahí donde encuentro refugio, como si fuera un subversivo de esos que no existen más, de esos de los que apenas nos quedan las fotos y las biografías.
Es ahí donde me pierdo. Justo en los rincones más profundos de la tierra y su vientre, que no es otra cosa que unos centímetros debajo de tu ombligo, en el ecuador de tu esencia y en la simetría de tus piernas en un ángulo perfecto para mí.
Porque es ahí donde crezco y muero, cumpliendo una vez más el ciclo efímero de la existencia, con el vaivén indescriptible entre el espíritu indómito y apasionado, hasta la violenta expulsión de esos hijos que nunca extrañaré.
Dime en qué sentido naufragas, sueñas y vives. Si lo haces al este, yo al oeste, pues de qué otra manera se podría. Porque penetro en la selva y rejuvenezco en ella cuando muerdo cada una de sus partes, y devoro como un hambriento los trozos de pasión y frenesí que me entrega.
Cuando a cada paso esculpo con mis manos esas ya maduras colinas, esas vertiginosas veredas y las más excitantes cimas.
Porque me descubro rodeado, naufragando hacia lados contrarios, porque en la vorágine del océano del sentimiento termino, junto a ti, a la deriva, cual si fuera una veleta.
Porque nos hablamos con movimientos distintos, eternos, violentos.
Atravesando lo que como hombre puedo y lo que como madre selva, reina selva me permites. Arrasando tus praderas con apasionada entrega.
MARTIRIO
Vio sus manos y escudriñó su mirada de perro furioso. Le bastó un segundo para darse cuenta de que el odio limaba cualquier tranquilidad en su vida. Transgredió los sentidos de su rival con una sonrisa sarcástica y revolvió las manos entre sus bolsillos. Caminó unos metros y lanzó un ataque verbal. No hubo respuesta.
El espejo estaba ahí, de frente; su imagen le consumía el tiempo, agrietaba su corazón y cercenaba el poco control que tenía sobre sí. Se sentó en un sillón y cerró los ojos. La febril sudoración de la frente agrió sus pupilas, amargó sus labios. La respiración fue más dificultosa, lo hizo ceder terreno y lamentó todo cuanto ocurría a su alrededor.
Un suspiro escapó de adentro de lo que dicen es el alma, y comprendió que era el momento de partir, hacerse a un lado, y coronar un fastidio con un adiós definitivo. Abrió los ojos y ella penetraba su ser con el suyo. Ella cabalgaba sobre su cintura y él, un pliego de infortunios, gemía de espanto, tiritando de emoción, frío, desesperación, locura. Siempre deseó tener sexo con ella. Y hoy, su hambre declinaba. Lo mataba el recuerdo, la piel ajena, la voz indeleble de su martirio.
Sucumbió un segundo.
La luz del cigarrillo encendido, cual luciérnaga en total letargo, marcaba el único punto posible para descargar su fuego. Retrocedió unos pasos y mandó un golpe certero. Hizo mella en algo, rompió el silencio nebuloso de la habitación. Acabó con el espejo, desgarró el sillón.
La fiebre lo hizo tambalear y, de rodillas, esperó superar el problema. Abrió los ojos y pensó en aquella noche de violencia mental. Muy temprano, quizá horas después, los olores a café recién hecho y pan lo despertaron. Esa, había sido otra noche de iracundas pesadillas.
MALETA VACÍA
Quiero irme despacio. Sin que nadie lo note. Sacudirme este peso que llevo adentro. Sin maletas, como dicta la infame levedad del ser. Saber que no existo y que nada a mi alrededor tiene esencia.
Veo rostros, oigo palabras, sueño pesadillas, imagino que todos imaginan lo que estoy imaginando y prefiero detener el proceso.
Te miro y sé que lo que queda es seguir aunque no quiera. Tengo planes, pero pocos, por aquello de no poder cumplirlos.
Igual, mañana me sale boleto de cualquier manera. El suplicio se te olvida con las compras, con la plata, con el vértigo del devenir de la materia.
Soy de los pobres tontos que solo aspiran a ser ellos mismos, y no quiero ser de los pobres tontos que son lo que otros quieren que sean, menos aún, de los pobres tontos que no tienen nada para que les envidien.
Veo la tele y se me olvida darle coherencia a esta idea. Se me atraviesa el recuerdo, la soledad; se me incrusta, como espina de rosa en los dedos, la desesperanza.
A un costado están los diarios y a cada mala nueva se me derrite la intención de aguantar más. Cómo será ser un ermitaño, como Zaratustra. Bueno, hace falta mucho. Me conformo con ser un indigente, con la única preocupación de conseguir un trozo de pan, una ficha para echarme un trago o fumarme algo.
Pero, y entonces ¿qué razón tendría? Pesa la vanidad, no hay duda. Siento un pinchazo en la cabeza; vaya, otro dolor a la cuenta. No termino de concentrarme y me desespero.
Estoy a punto de dormirme y dejar estas idioteces para después.
Tomo la maleta y sigue igual de pesada. Algo más tengo que sacar; creo que es la nostalgia, la intención de ser inmortal, la locura que me acompaña. La insensatez me domina.
Abro la valija y me doy cuenta: lo que me pesa es la vida.