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Cesia González

Primero de noviembre: el día de todos los vivos

Ese fascinación por los cementerios.

Desde que tengo memoria, el primero de noviembre mi familia acostumbra a visitar el cementerio. Usualmente llevamos utensilios de limpieza y las flores más bonitas que podamos encontrar. Quien se relacionó más con el difunto cuenta una anécdota sobre él, fingimos entablar una conversación con la lápida, rezamos y nos retiramos. Es una actividad que realmente disfruto hacer. Sin ánimos de morbo: me gusta visitar el cementerio.

Disfruto de la paz y de la tristeza que se siente en ellos, todo al mismo tiempo. Es un sentimiento que realmente no puedo explicar, solo me gusta y ya. Muchas veces -espero no ser la única- me pongo a pensar ¿cómo será mi entierro? ¿Cuántas personas asistirán? ¿Qué palabras pronunciarán al despedirme? ¿Podré verlos despedirse de mí desde un estado espiritual? Así como estas preguntas, pienso en muchas más en cuestión de segundos.

A veces considero que pienso demasiado las cosas; tanto, que caigo en lo profundo de pensamientos sin sentido. Sin embargo, me resulta más fácil pensar en todas estas cosas existencialistas -si así puedo llamarlas- que en los temas que de verdad importan. Tal vez sea esa la razón por la cual, hace unos meses, estuve a un lamento de descubrir mi estado espiritual.

Aún recuerdo esa noche como si fuera ayer. Si cerrara los ojos, podría recrear cada paso y sollozo. Fue una noche difícil, la más dura de todas las que he soñado. Recuerdo que buscaba un lugar, pero al momento de encontrarlo, mi mente me decía “aquí no”, por lo que seguía buscando y buscando. Después de media hora, me rendí. Algo dentro de mí siempre me ha dicho que siendo joven, un día dormiré para no despertar, pero esa noche no era la indicada.

Al día siguiente cuando desperté, mi primer pensamiento fue un plato de fiambre. Mientras me bañaba, pensé en las flores del cementerio. Mientras iba en el carro, pensé en un nicho de color amarillo. Todo ese día pensé en objetos y detalles específicos. Todo el día mi pequeña voz espiritual me acosó con un: “de esto te hubieras perdido…”

Podré no haber nacido un primero de noviembre, pero cuando abrí los ojos por la mañana ese día, sabía que podía volver a degustar del extraño sabor del fiambre. Podía volver a escoger las flores que se marchitarían junto a la lápida de mis familiares. Podía apreciar una vez más los diferentes nichos y sus colores. Cuando abrí los ojos ese día, sabía que había vuelto a nacer del vientre de mi madre.

Mi nacimiento espiritual, a mi parecer, fue mucho más importante que el corporal. Todos los espíritus existen, sí, pero solo algunos viven. Solo algunos logran sobreponerse a la angustia de una noche, para convertirla en el comienzo de una nueva existencia. Solo algunos logran vivir por miles de años después de la muerte. Así pues, el primero de noviembre no se recuerdan a los muertos, sino a los muertos vivos… E incluso, a los vivos que han muerto un poco.

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