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Un Viernes de Cuaresma
El día que la religión me salvó de más que un mal momento.
En los cuarenta días que anteceden la Semana Santa, tanto en Guatemala como en la mayoría de países católicos, se tiene la costumbre que los viernes no se come carne. Hay que recordar que la Cuaresma es un tiempo de preparación y simboliza los 40 días que Jesús se retiró al desierto antes de comenzar a predicar y vivir la pasión, muerte y posterior resurrección.
Como decía, en la Iglesia Católica, llena de simbolismos, se tiene la tradición de no comer carne los días viernes. En países latinoamericanos, donde en muchas ocasiones el comer es un lujo, no digamos un pedazo de carne, la costumbre es ayunar o cambiar ciertas comidas por otras.
Recuerdo que de niño me encantaba la Cuaresma. Mi mamá nos llegaba a traer al colegio y cada viernes nos hacía filete de pescado, ceviche de pescado -muy a su forma de prepararlo- o algo de pollo, pero nada de carne, jamón o menos aún chicharrones. Comer carne en un viernes era -o es- pecado mortal. De niño no comprendía lo que era ayuno, penitencia o abstención, solo que era una comida diferente… por ser viernes.
Estudié en un colegio de varones en la Primaria. Muy disciplinado. Tan disciplinado que es reconocido por eso y, ahora que soy adulto, considero que la disciplina es un valor que se
inculca en la casa y se promueve en el colegio. En la secundaria pasé a otro colegio de varones mucho más relajado. Tan relajado que a los años, al graduarme, se convirtió en un colegio mixto. Ambos son colegios católicos y practicaban los mismos ritos y tradiciones.
Contaba que yo venía de un sistema disciplinado y, obviamente era muy callado, no por eso me llamo San Pedro de Compostela. Tan callado que, en cierta ocasión, me robaron mi refacción y no hice nada, no alegué ni dije nada a mis profesores… y fue peor.
Hoy, las mamás se esfuerzan por hacer waffles con caritas, zanahorias en forma de conejitos o manzanas en trocitos uniformes. En mi tiempo, las mamás enviaban a los patojos con panes de tipo francés embarrados de frijoles, queso, huevo, jamón, mantequilla, banano o lo que hubiera.
Mi mamá simplemente me daba panes con frijoles. Además de callado, era un niño melindroso y no sé ustedes, pero a mi nunca me gustaban ciertos ingredientes. Bien dicen que la comida ajena se ve más deliciosa y yo no sé si era porque eran panes ajenos, por la simple gana de robar o porque el hambre habitaba en la casa de mis compañeros, pero en las aulas había un verdadero robo de comida, específicamente de panes.
En la ocasión que les comento, me tocó ser la víctima. Me quedé sin refacción ese día. Recuerdo que supe quien fue, pero no tuve el valor de enfrentarlo. Pobre patojo con papás divorciados que nunca tenía ni para el pasaje. No lo defiendo, aunque sí lo comprendo; pero ¿y yo? ¿qué iba a hacer? Pues hice lo que menos imaginé: Si no fui la solución, fui parte del problema; es decir, me volví miembro de ese clan.
Yo no era quien robaba pan alguno, pero sí veía quien era el despistado que tenía su maletín abierto. Con señas le avisaba a mi hambriento compañero de adelante para que el gestionara el atraco en pleno día. Otro compañero distraía a la víctima, uno más se encargaba de agarrar el maletín y el último de sacar el cuerpo del delito. Al final, el pan era mordido por cada uno de nosotros para darle ultimátum al crimen realizado. Era una auténtica mafia.
He pecado. Lo sé. Yo robé y fui robado. Todos fuimos parte de ese sistema vicioso. Jóvenes de 15 años hambrientos que su forma de revelarse era hacer una pandilla. Nunca estuve orgulloso de ello, hasta que aprendí la lección.
Un día se presentó ante mí el sándwich más delicioso y atractivo que he visto. Era prácticamente un Club Sandwich con jamón, tocino, doble queso, salsa de tomate y mayonesa; todo ello en un pan tipo baguette. Mi compañero me dijo: “dale una mordida y lo pasas (compartís)”.
Lo vi perfecto…
Solo había un problema: era Viernes de Cuaresma y ese pan tenía jamón y tocino.
“Yo no voy a comer eso, muchá”, dije. “Hoy es viernes y no se come carne”, recordando la tradición cuaresmal.
Ni terminé de decir eso y mi compañero me dijo: “No importa, más para mi”:
Pasó poco menos de una hora. En la siguiente clase vi como mis compañeros, uno a uno, se paraban para ir corriendo al baño. Ni siquiera pedían permiso, se oían las sillas de los escritorios caer y el correr de los alumnos hacia los sanitarios.
El expropietario de ese sándwich le había agregado algo que nunca supe que era, pero sí para qué servía. Por lo menos, 10 compañeros míos se enfermaron y más de alguno tuvo que ser diagnosticado con algún medicamento para que se recuperara.
No hubo necesidad de acusar, ni de decir quiénes eran los bandidos de los panes. Ellos mismos se desenmascararon. Ellos mismos tuvieron su castigo. Yo me quedé solo. A mi alrededor, diez escritorios estaban vacíos.
Diez años después, empecé a salir con la hermana de un excompañero del bachillerato. No recuerdo si fue en la segunda o tercera salida, pero con la confianza que me tuvo se atrevió a preguntarme: ¿usted también fue uno de los que comió ese dichoso pan? Emití un rotundo no, me contuve la risa, pero no la sonrisa, y solo pude decir: Creo que su hermano y muchos otros no fueron muy católicos ese día.